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jueves, 6 de junio de 2024

La Alemania agonizante de ‘Muerte en Venecia’ y el ángel de la muerte por Luchino Visconti


En el despliegue extraordinario de Luchino Visconti; en esa expansión esplendorosa de virtudes, con ese arraigo en el clasicismo grecolatino más identificable, tal vez no exista una pieza más sumergida en el misterio que ‘Muerte en Venecia’ (1971), la segunda película de su “trilogía alemana”, basada en la novela homónima del gigantesco Thomas Mann. En la observación transversal de la Alemania de la posguerra, con el ojo clásico y siempre incisivo de Visconti, en la búsqueda de las resonancias de aquellas circunstancias en el tiempo, ‘Muerte en Venecia’ trajo a la modernidad del cine una aportación invaluable desde el clasicismo del arte europeo, cruzando los siglos con la música y el drama. Incluso en la pintura, en la escultura, en la estética, en la búsqueda atormentada de aquella perfección sobrenatural. ‘Muerte en Venecia’ cuenta la historia del compositor alemán Gustav von Aschenbach (con una interpretación pasional y casi estertórea de Dirk Bogarde), quien sufre una depresión profunda y en el retiro al descanso terapéutico en Venecia, en el lujoso Hotel Lido, se encuentra con Tadzio (Björn Andrésen), un efebo polaco que lo obsesiona febrilmente y convierte todas las cuestiones de su arte, su familia y su pasado en un huracán que crece hasta hacerse en la práctica insoportable. Mortal en todos los escenarios.

La forma a la que recurre Visconti es a la que en la cinematografía sería la considerable para las inmensas agitaciones de los mitos grecolatinos. Los acercamientos que de repente enmarcan esa emoción convulsa de Alfred. La percepción de la inquietud interminable de la atracción insoportable, del amor romántico más venenoso. Y del otro lado, la auténtica construcción de una estatua, de un efebo tormentoso encarnado en Tadzio, quien devuelve la mirada con desenfado, en un reto audaz, mientras que en su pequeño grupo social se levanta como un príncipe dominante. En el delirio de su pasión fresca, Gustav es azotado por una obsesión en el que toda su alma se compromete. Su alma como artista, como hombre, como ser humano, incluso como ciudadano. Visconti nos pone a seguirlo en sus derrumbes, en sus incorporaciones, en su caminar sobre la cuerda floja, en el borde del crimen, y por los pequeños resquicios se mete de repente la conciencia, la atención, y entonces Alfred nota que el entorno se derrumba, que la peste avanza y fumiga uno a uno a quienes se atreven a no escapar de ella. Pero las fuerzas flaquean y poco a poco la figura de Tadzio se va perdiendo en el resplandor del horizonte, mientras que Alfred agota los pasos que pueda dar para seguirlo. Ese ángel de la muerte que lo ha llevado hasta su último suspiro. 

El despliegue de Visconti en el arte clásico, en su reflexión extendida sobre la inmensa historia cultural de Alemania, todavía en la deriva del inmenso estigma que cargaron tras la Segunda Guerra, se refiere muy oportunamente a la transición derivada de los años sesenta, en la que también era usual que se explorara en esos pasados extensos para encontrar a fin de cuentas la esencia de los países, de las naciones, como lo es de las personas. Aquel paso del tiempo que lanzaba a Gustav a las garras de la peste tenía la misma cara de aquel que lanzó a Alemania a unos horrores de los cuales partió Visconti en ‘La caída de los dioses’, los de la deshumanización y la tragedia. En ‘Muerte en Venecia’, un amor envenenado, como el de las figuras que se asemejan a la divinidad, lanza a la gloria alemana, la de un artista sublimado, a la caída solitaria en el delirio de la muerte.

jueves, 2 de mayo de 2024

La Calcuta coartada de ‘Entrevista’ y la conciencia decolonial de Mrinal Sen


El cine de Asia del Sur, atravesado por una de las civilizaciones más antiguas en la historia de la humanidad, ha conseguido convertirse de formas diversas en la representación permanente del mundo moderno, atravesado frecuentemente por la historia misma del colonialismo y por las inequidades dolorosas en sociedades densas y vivas, asentadas en territorios gigantescos. En una vía paralela a la del descomunal Satyajit Ray, avanzó con una filmografía tan decididamente política como osada el gran Mrinal Sen, uno de los autores más conscientes que atravesaron el siglo XX en el fresco hipnótico del cine no hegemónico. Una de las grandes gestas de Sen es la célebre trilogía de Calcuta, en la cual se instala en una de las urbes más antiguas del mundo para dibujar el paisaje de los efectos de las agitaciones revolucionarias en el mundo en los entusiastas albores de la década de los setenta. El tríptico de Mrinal Sen sobre Calcuta inicia con ‘Entrevista’ (1971), la auténtica aventura de Ranjit (Ranjit Mallick), un joven indio que busca ansiosamente un traje de saco y corbata para presentarse formalmente a una entrevista de trabajo muy prometedora que un familiar distante le ha conseguido. Desde esta anécdota específica y considerablemente comprensible en lo universal, Mrinal Sen empieza a dotar de luz con su amplia conciencia social una situación que revela el inmenso absurdo de las imposiciones más silenciosas y al mismo tiempo las más extendidas. 

Sen establece prontamente un escenario identificable: el de la familia, en medio del trabajo, de la ciudad, de una comunidad que se activa ante la promesa de un empleo de calidad para el príncipe, para el orgullo y al mismo tiempo la esperanza de la familia y, de paso, también de la sociedad. En la instalación de su premisa, que no solo es la premisa de su historia, sino también la de la sociedad entera, el director apela a un realismo que raya en lo clásico, que respira en el fondo de modelos cinematográficos bien establecidos por el neorrealismo italiano, con una comunidad resistente como red de apoyo en la adversidad. De repente, en esta obligación extraordinaria de no dejar pasar esta gran oportunidad de empleo en el mundo capitalista y previsiblemente corporativo, Sen cuenta con la intuición y los recursos para estallar su cine en la aceleración, en una angustia de su personaje que cada vez se divisa más desde la distancia. En ese ejercicio, el descarrilamiento de su realismo permite una experiencia completamente didáctica, en los terrenos de lo brechtiano, con una metaficción inteligente que se complementa con una recursividad llena de vida: inserciones de documental, material de archivo, inserciones de texto y más. Esta colectividad, que habla de una resistencia política evidente, en la que la vida misma de Ranjit, concentrada como modelo en la anécdota específica, se ve atravesada por esa sacudida colectiva frente a la imposición, poco a poco empieza a transitar a un ámbito mucho más individual, no solo hacia lo privado sino hasta lo íntimo, en donde Sen expresa con fuerza, casi como un grito, que la política sin duda atraviesa la humanidad, la existencia, las emociones más profundas. 

Todo esto resulta extraordinario como observación crítica pues no se refiere a lo más evidente como lo sería un fascismo explícito que es fácil de identificar en cualquier ámbito cultural. Sen se refiere a una construcción silenciosa que cabalga en el lomo del liberalismo, ese pensamiento que se sustenta teóricamente en la libertad. Claro, en una libertad dictada, que en el plazo extendido también coarta, asfixia, impone y secuestra cualquier otro tipo de expresión humana. Así es como la caída verídica de las estatuas que idolatran a los colonizadores sangrientos debería ser la inspiración para derribar los maniquíes de los roles sociales de la hegemonía eurocéntrica.