Veintisiete años después de ‘Inferno’ (1980), Dario Argento finalmente cerró la trilogía de las “Tres Madres”, que había empezado con ‘Suspiria’ (1977) ya tres décadas atrás. ‘La madre del mal’ (2007) apareció en un mundo completamente diferente en el que se había pausado, no solamente en los términos del giallo, del terror, del cine y del mundo mismo. La carrera de Argento desde 1980 entró en una franca y progresiva decadencia que pareciera revelar que a quien seguramente sea el máximo exponente del giallo le ha costado sobremanera adaptarse a la percepción sobre el terror entre el público. No se trata de la absurda idea del cine que “envejece”, bien o mal, sino a que pareciera que en el cine comercial, notablemente más corporativo, pareciera que el despliegue estético del giallo no tuviera cabida, y entonces Argento parece haber terminado dando palos de ciego en el cierre de la triada de brujas para encontrar la analogía esencial de la historia grande de la saga en los terrenos del siglo XX. Sarah Mandy (Asia Argento) estudia restauración de arte en Roma y examina una urna recién descubierta que alberga las cenizas de la Mater Lachrymarum. Al abrir la urna, Sarah libera a la antigua, hermosa y devastadora bruja, quien arrasa Roma y busca restituir el reinado satánico que llegó a construir con sus hermanas desaparecidas.
La película de Argento se distancia notablemente de la estética cuidada del giallo en las dos primeras películas de la trilogía. Las tensiones de los espacios intensos atravesados por los colores intensos han quedado atrás. En ‘La madre del mal’ todo es sobresalto desmedido, desde el inicio, lo que deriva constantemente en un relieve accidentado, nunca regido por un concepto específico. La música es un elemento fundamental en ese caos que está lejos de ser controlado, pues es intensa, compleja y sin matices. Sarah es lanzada abruptamente a una deriva en la que los impulsos del terror están dejados elementalmente a lo descarnado y lo explícito, en un escenario que fotográficamente no distingue entre luces y sombras, lo cual hace mella constantemente en el elemento de thriller que es esencial al giallo. No existe consistentemente el terror que respira en medio de las tinieblas (como en ‘Suspiria’), ni la monstruosidad imposible de percibir (como en ‘Inferno’), ni ningún otro mecanismo que alimente la amenaza, que inyecte el miedo mismo en el espectador.
Sin el control del giallo, Argento se extravía, igual que la Mater Lchrymarum, que llora y berrea como La Llorona, como perdida en medio de otro tiempo, asesinando y manteniendo como fieles a unos cuantos también extraviados. Ni siquiera el fondo clásico de la cultura italiana, que siempre estuvo presente en el giallo y se mantiene aquí por la simple presencia en Roma, es suficiente para dotar a la película de trascendencia. En ese tiempo difuso y confuso, todo parece recae constantemente en la ocurrencia, en la necesidad incontenible de volver una y otra vez a lo gore, como buscando instalarse en otro género. El giallo setentero de Argento no huía de la crudeza explícita, de la visceralidad, de las tripas, pero siempre eran sobre todo el acertado recordatorio aterrador de la amenaza cierta, real e implacable. Cuando se convierte en una constante, como en ‘La madre del mal’, pierde el misterio que esencialmente la hace aterradora. Se trata de una exposición que pronto se vuelve habitual, que no vive en la oscuridad y que tampoco es capaz de ser aterradora a plena luz del día, como sería siempre deseable si de lo que se trata es de explorar en las entrañas de la condición humana.