Impulsado por un cine cada vez más incisivo en lo político, Mrinal Sen habría de cerrar su extraordinaria “trilogía de Calcuta” con ‘El guerrillero’ (1973), en la cual hace de la capital bengalí el modelo de una reflexión multipolar, en la cual la política incide directamente en la vida de las personas, de forma directa, cruzando el extenso terreno de lo social. Ya con un estilo consolidado y unos recursos expresivos plenamente dominados, que abarcarían la ficción, el documental y el experimental. Después de trazar con las dos películas anteriores un amplio mapa sobre las circunstancias mismas de la sociedad de Calcuta, atravesada por los vestigios culturales del colonialismo y la laceración misma de la hambruna, finalmente Sen aterriza en la lucha armada, en el la estructura de las guerrillas urbanas, enraizada y camuflada en medio de la sociedad, de la población mayoritaria. En ‘El guerrillero’, relata la experiencia de un activista (Dhritiman Chatterjee) afiliado a la guerrilla urbana que escapa de la prisión para ser refugiado por su grupo en un departamento que le ha sido facilitado por una joven mujer (Simi Garewal) de la cual sabrá más progresivamente. Y entonces el encierro, la convivencia y la simple conversación le hacen contemplar un panorama inabarcable de reivindicaciones, mucho más amplio del que la guerrilla misma había considerado en un principio.
El cine de Sen, especialmente en la “trilogía de Calcuta”, es vertiginoso, inagotable, tanto en las emociones como en el pensamiento. En ‘El guerrillero’, el motor de esa velocidad intelectual y profundamente sensible es el de la toma de conciencia, el de las revelaciones que transforman las ideas, que las renuevan. Por la misma premisa del encierro, la reflexión de Sen tiene mucho de lo que surge de la situación del náufrago, de la ansiedad que empieza a crecer hasta que surge un bálsamo, una contra que viene por la de una mujer que se hace presente con otra evolución de su energía misma. Que contagia un sentimiento que en lo profundo es melancólico y que se va desentrañando frente a los ojos mismos de este joven entusiasta, que se ha enfrentado a todos los valores tradicionales y las injusticias que creía que existían. Sen no deja por fuera una tensión sexual que es capaz de domar por momentos la impulsividad del revolucionario, para que entre a un estado de auténtica contemplación que permite precisamente eso: contemplar. Contemplar todo lo que está desajustado, todo lo que está deshecho por la injusticia. Para observar a una mujer que ha tenido que ocultar su propia naturaleza para integrarse a un mundo hostil. Lo que descubre el joven revolucionario es que la reivindicación no es solamente la de la clase y la étnica, esta última urgente por una herida colonial permanente (como lo dejó entrever en ‘Entrevista’). Con la perspectiva de un verdadero visionario, Mrinal Sen fue capaz de observar la interseccionalidad de las reivindicaciones. De comprender, más cincuenta años atrás, que ninguna reivindicación iba a conquistarse si no se conquistaban todas las demás. Que cada una de ellas depende de la conquista de la otra.
La vía que encuentra Sen para esta revelación proverbial tiene el aspecto del mito, de la aparición en la mitología hindú. La de una mujer, una auténtica deidad, que señala definitivamente un camino, y le hace comprender que no solo su vida sino todas las vidas son interdependientes, y que la injusticia tiene tantas forma de acabar la vida como puede llegar a considerarse. Es una ocasión extraordinaria para regresar a la “trilogía de Calcuta”. Para leer las películas de Sen como quien lee las profecía de una escritura que emerge de una cultura milenaria.
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