jueves, 22 de diciembre de 2022

La deriva inarticulada de 'Wanda' y la mujer rota de Barbara Loden

En uno de los primeros naufragios de su deriva, Wanda Goronski deambula por el barrio latino de alguna ciudad obrera de Pennsylvania y decide entrar a un cine oscuro. En medio de la penumbra, solo la vemos a ella de espaldas, sentada en su butaca, mientras Raphael canta el Ave María. En cuanto termina esa proyección, vemos de frente a Wanda y la descubrimos dormida, con los pies sobre la butaca del frente, y el barrendero de la sala la despierta, para que pronto descubra que han aprovechado su letargo para llevarse el poco dinero que tenía encima. Esta escena de melancolía en el rito del cine define bien la coexistencia del embeleso y el mutismo de la protagonista de ‘Wanda’ (1970), único largometraje dirigido por la actriz Barbara Loden, quien encarna a su propio personaje.

Una y otra vez, Wanda despierta en el aturdimiento de la desgracia que le implica su inadaptación sistemática, su condición femenina fuera de los márgenes impuestos para las mujeres. Pero le alcanza la conciencia para comprender que no puede ser madre para sus hijos y su decisión la respalda el rechazo que le dan en la fábrica de maquila por ser lenta para coser, como una metáfora de su tardanza para ver con claridad el riesgo, en medio del embotamiento de su melancolía. Como las mujeres de Cassavetes, tantas veces hechas realidad por Gena Rowlands, Wanda también está a la deriva y le cuesta articular sus gritos de dolor, de furia, que ahí están porque se perciben siempre.

La película fue filmada en 16 mm y ampliada a 35 mm, de tal forma que constantemente da la apariencia de una pintura puntillista, en un mundo urbano, en los suburbios de las fábricas que así se revelan bajo otra óptica, con cuadros de ese mundo de trabajadores en busca de oportunidades o de goce, todo esto por mérito del ojo de Loden y de la intuición del fotógrafo Nicholas T. Proferes. No hay música fuera de la ficción y los silencios que se procesan en las entrañas de Wanda nos otorgan todo el tiempo para apreciar el estancamiento de esa pena. Con esta estructura de la forma, Loden le da relevancia a la reivindicación de su obrera, de su mujer, de una desadaptación tratada siempre con violencia. Se siente como si Warhol se bajara del Empire State o saliera del Chelsea Hotel para mirar lejos a las profundidades de la provincia explotada.

En su dinámica por fuera de lo que exige la hegemonía de su ámbito, Wanda se embarca sin preguntas en la fuga del crimen de un nuevo dueto a lo Bonnie y Clyde, pero con ternuras que se disputan el espacio con las agresiones del señor Dennis, como ella llama al maleante con jaquecas y adicto a las aspirinas que a fin de cuentas le da un espacio para ser y hacer algo. Y en el fondo de su devastación crece el cariño por ese otro oustider que a diferencia de ella, expresa su trauma con nerviosismo y misterio, que le da el carácter impredecible de un cuchillo en el cuello. Es una fuga en las extensiones del crimen que se encuentra más en las esferas que trató Godard en ‘Sin aliento’ y Fellini en ‘Las noches de Cabiria’, con una mujer que acepta el viaje con ilusión y al final cae en las fauces de una tragedia ya mucho más grande que la decepción.

En otro despertar en la desgracia, después de hacer catarsis justo al borde del desbarrancadero, Wanda apenas puede ponerse en pie y sacudirse la ropa, al borde de la indigencia, para refugiarse en otro bar de country, apretujada en medio vaqueros borrachos, con la mirada de otra mujer al otro lado de la mesa, mientras mordisquea un jocho, esperando abordar otro tren a la deriva.

jueves, 15 de diciembre de 2022

El apartamento sepulcral de ‘El Inquilino' y el descargo antisocial de Roman Polanski



Tras la relevancia que tuvo ‘Rosemary’s Baby’ como pieza considerable del horror para la época, Polanski regresó a París, la ciudad que fue escenario de su expansión individual como artista, para filmar el cierre de la “trilogía de los apartamentos”, en unas calles bien conocidas para él, pero en inglés, para aprovechar la visibilidad comercial que empezaba a conquistar. A mediados de los años setenta, con el idealismo mucho más fundido por las aplastantes realidades políticas de Occidente, Polanski aprovecha para desplegar el carácter sardónico que ya era bien reconocible en su estilo y en el discurso que necesitaba expresar. 

En ‘El Inquilino’, Polanski toma buena parte de su propia circunstancia para construir a Trelkovsky, el personaje principal, interpretado por él mismo. Se trata de un polaco naturalizado francés que está incrustado en una ciudad constantemente acosadora, demandant, que se sitúa en medio de una inquisición que aparece por doquier. Busca un apartamento en los viejos inquilinatos parisinos para vivir una vida promedio como oficinista, con amigos vulgares y la expectativa de algún romance en los círculos intelectuales de la juventud. Con fortuna da con un lugar irresistible, marcado por el suicidio de su anterior huésped, una egiptóloga que dejó pedazos de sí misma y de su profesión por todo el espacio y terminó por lanzarse por la ventana hacia el patio interior. Ese fantasma siempre invisible todavía flota a sus anchas. 

De la mano del ya íntimo guionista Gerard Brach, Polanski elabora otro retrato de psicología meticulosa, como el de las dos protagonistas predecesoras en la trilogía, pero ahora sobre un hombre temeroso, introvertido, que no puede encajar su vida en un entramado social lleno de acoso, de roles impuestos con gran violencia pasiva. La sombra de Simone Choule se difunde cada vez más en la vida de Trelkovsky y penetra cada vez más en su vida, como si lo poseyera por completo. Lo que se revela progresivamente es un sepulcro, lleno de vestigios egipcios, en el que se está formando una nueva momia con Trelkovsky, el que se empieza a recubrir de nuevas ropas y de nuevas vendas para transformarse en la suicida interminable. 

Pero en el terreno realista cada vez más diluido, Trelkovsky es un hombre tan aislado como marginado, azotado por diversas uniformidades estrictas, las de su propios vecinos de inquilinato, la de sus compañeros que lo someten a un comportamiento repleto de construcciones sociales ineludibles e incluso una intelectualidad que lo acecha con el utilitarismo por su relación apenas existente con el caso de la egiptóloga que ahora lo ronda. Con esos elementos, en el trasfondo del horror, Polanski construye todo un descargo antisocial, una observación especialmente incisiva y crítica sobre la sociedad misma, como las muchas coerciones para el desarrollo mismo de la personalidad e incluso para vivir la vida. Se trata de una auténtica tiranía 

En el escenario propio del horror como género, ‘El Inquilino’ es una película ejemplar, especialmente en la abstracción de los espacios, en esa extraordinaria ruptura del tiempo y la distancia. En medio de la oscuridad, en donde apenas aparece la mancha cada vez más desfigurada del rostro expresivo de una mente que se derrumba, se pierde la noción de las distancias, las medidas, igual que se resquebraja el quicio de la cordura. Los exteriores de París también se hacen cada vez menos amables, cada vez están más fríos, más distantes, y Trelkovsky sufre progresivamente de una soledad cruel, imposible de evitar por su propia vulnerabilidad mental, por el miedo que lo inunda cada vez más, en forma de una paranoia extraordinaria. Este entonces es el horror más filoso, el más aterrador, porque se distancia de los sobrenatural y más bien se ciñe tenebroso en la naturalidad misma de la condición humana y social.

jueves, 8 de diciembre de 2022

El apartamento satánico de 'Rosemary's Baby' y el horror contracultural de Roman Polanski

Roman Polanski podría considerarse el director clave en el encuentro del cine de autor europeo y el cine independiente estadounidense surgido de la contracultura. Su célebre ‘Trilogía de los apartamentos’ sintetiza claramente ese intercambio que alimentaría definitivamente la prodigiosa filmografía del director de origen polaco. ‘Repulsion’ (1965), la primera de la saga, fue rodada en Londres y tuvo como protagonista a Catherine Deneuve, la estrella femenina del cine francés en ese momento. ‘Rosemary’s Baby’ (1968), fue filmada en Nueva York y estelarizada por Mia Farrow, quien corría una línea paralela a la Deneuve, pero en Estados Unidos, acompañada por John Cassavetes, el gran padre del cine independiente gringo. La tercera película, ‘The Tenant’ (1976), fue filmada en París y ahí el mismo Polanski se puso los tacones y la peluca para interpretar a su diva, acompañado además por Isabelle Adjani, una de las presencias femeninas cruciales en el cine europeo de los setenta y los ochenta. Polanski se alimentó y retroalimentó la conversación entre las dos regiones más influyentes del mundo cinematográfico, como lo son Europa y Estados Unidos. En el centro de estas películas, cruciales en su filmografía, se sitúa ‘Rosemary’s Baby’, una película de horror en plena efervescencia del 68 que consolidó a Polanski frente a la crítica y el público de tal manera que consiguió las condiciones idóneas para desarrollar su extensa filmografía. ‘Rosemary’s Baby’ nos cuenta la historia de los Woodhouse, Rosemary (Mia Farrow) y Guy (John Cassavetes) una joven pareja,  que se instala en un gran apartamento en Manhattan, frente a Central Park (el después tristemente célebre edificio Dakota, donde años después fue asesinado John Lennon). Los vecinos son mayoritariamente ancianos y también especialmente invasivos de su privacidad. Rosemary queda embarazada en una conmoción difusa y entonces todo empieza a llenarse de una atmósfera perversa que la cerca hasta la asfixia.

Polanski nos adentra en la experiencia de la nueva vida por completo. La nueva vida de la joven pareja que mira con esperanza el futuro y después la nueva vida que está por nacer. La rozagante frescura de la juventud poco a poco se va contaminando una vejez invasora, del dogmatismo, de la charlatanería, del encierro progresivo. El escenario feliz y luminoso del hogar exuberante se va llenando de conservadurismo, de oscuridad. Polanski, siempre virtuoso desde sus inicios, nos entrega planos con una composición activa, que aportan al elaborado misterio plasmado en el guion de Gerard Brach, el guionista más importante de su filmografía. Le regala además al género del horror una película llena de perfiles temáticos que van desde lo evidente hasta lo subrepticio. La maternidad es uno de los fundamentos que se ponen en tela de juicio. La natalidad, eje central del Cristianismo, aquí es vista como un auténtico lastre físico y mental, incluso debatiendo el tan recurrente argumento del instinto materno. La figura femenina aquí es atropellada por todos los frentes, incluso por su esposo en las situaciones cotidianas. Por supuesto, la mirada de Polanski es exquisita en el contexto de su característico tono macabro, en donde la sátira se revuelve con irreverencia para desestructurar con sorna la solemnidad ritual de la religión. Toda formalidad es ridiculizada, en sincronía con aquellos tiempos revolucionarios. Todo esto sucede mientras se desarrolla una trama precisa y afilada llena de vueltas de tuerca que sostienen con fuerza la atención del espectador a cada detalle en la imagen y el sonido. La música de Krzysztof Komeda potencia la sátira y la perversión exquisitas de Polanski, mientras la fotografía de William A. Fraker elabora postales de los interiores históricos de la arquitectura neoyorquina y los exteriores urbanos que acogen la tradición dentro de la modernidad. La encantadora y raquítica Rosemary y el energético y vital Guy son rodeados por un elenco clásico de Hollywood, encabezado por los incisivos y modosos vecinos Castevet (Ruth Gordon y Sidney Blackmer), la representación entera de la mueca burlona, juguetona, irreverente y reveladora de Polanski.

jueves, 1 de diciembre de 2022

El apartamento putrefacto de ‘Repulsion’ y el miedo monstruoso de Roman Polanski


Para 1965, Roman Polanski había despuntado como uno de los cineastas relevantes en una década de transformaciones globales en el mundo, en la cultura, en el arte y en el cine. Con ‘Cuchillo en el agua’ (1962), su ópera prima especialmente minimalista e intensa de un naufragio triangular en medio del mar, había dejado entrever las formas de un artista especialmente incisivo sobre los demonios de la psique. Tras todo un proceso formativo plagado de siempre atractivos cortometrajes, Polanski se trasladó sin mucha dificultad al occidente de Europa y filmó en Londres ‘Repulsion’ (1965), con la estelaridad de una también naciente Catherine Deneuve. 

Polanski entraba así a la exploración de fondo del ser humano moderno, sumergido en el fondo de las grandes capitales europeas, en las moles de negocios, oficinas y apartamentos que contenían a nuevos hombres y nuevas mujeres que ahora se tenían que batir con violencia para subsistir, mientras la consciencia se agitaba con una generación que había nacido en el contexto de la guerra y había sufrido las heridas de una violencia inenarrable. En ‘Repulsion’, Polanski es capaz de avizorar el impacto más psiquiátrico que psicológico que implicaba la soledad extendida que implicaba una expansión descomunal de la vida moderna. ‘Repulsión’ cuenta la historia de Carol (Deneuve), una joven belga que recala en Londres para vivir en el apartamento de su hermana Helen (Yvonne Furneaux), mientras procura abastecerse de unas cuantas libras esterlinas como manicurista en un salón de belleza. Su hermana mantiene una relación intensa con Michael (Ian Hendry), un hombre casado. Carol experimenta pulsiones simultáneas de atracción y repulsión por los hombres, especialmente por Colin (John Fraser), un prometedor joven que la corteja. Cuando su hermana y su amante se van de vacaciones, la soledad hará mella en la cordura misma de Carol. 

Polanski describe con contundencia la experiencia misma de Carol, haciendo una inmersión en sus mismos sentidos, en las estridencias crecientes de su percepción. Las caminatas hacia el trabajo dejan ver de fondo una Londres viva, con el respaldo de la música de Chico Hamilton, notable en percusiones de alto volumen. El guion de Gérard Brach repara por lo tanto en la descripción de esos instantes de una turbulencia aguda, que taladran la mente de Carol. La cámara responde constantemente a esos detalles que poco a poco van pintando un cuadro más impresionista, pero pavoroso.  El espacio del apartamento se hace cada vez más indefinido, con distancia que se distorsionan, espacios tenebrosos, con las cortinas cerradas que ahogan toda posibilidad de escapar o al menos de voltear la mirada. Es imposible no ser testigo de ese proceso de degradación que está acompañado por la descomposición misma, en carne, la putrefacción en términos reales, pero también en el quicio mental. Es un lugar que se convierte en ruinas a punta de tics violentos de Carol y en su imposibilidad de seguir sosteniendo los deberes esclavistas que resultan necesarios para que cualquiera pueda mantenerse en pie. 

La actuación de Catherine Deneuve tiene la capacidad de exagerar en la representación de la caída de Carol por este pozo profundo. Apenas con algunos detalles específicos, consigue elaborar un retrato agudo, de una mujer contenida pero que puede ser brutal en la convulsión que la colma de monstruosidad desde la misma posición de víctima. Por supuesto, también desde este punto tan inicial en la obra de Polanski, se presenta el humor negro que se haría característico de su observación del mundo, con una mirada a fin de cuentas crítica sobre una deshumanización que subyace en el fondo de un mundo que ya se percibía individualista, a pesar de los impulsos colectivistas característicos de los años sesenta.