En uno de los primeros naufragios de su deriva, Wanda Goronski deambula por el barrio latino de alguna ciudad obrera de Pennsylvania y decide entrar a un cine oscuro. En medio de la penumbra, solo la vemos a ella de espaldas, sentada en su butaca, mientras Raphael canta el Ave María. En cuanto termina esa proyección, vemos de frente a Wanda y la descubrimos dormida, con los pies sobre la butaca del frente, y el barrendero de la sala la despierta, para que pronto descubra que han aprovechado su letargo para llevarse el poco dinero que tenía encima. Esta escena de melancolía en el rito del cine define bien la coexistencia del embeleso y el mutismo de la protagonista de ‘Wanda’ (1970), único largometraje dirigido por la actriz Barbara Loden, quien encarna a su propio personaje.
Una y otra vez, Wanda despierta en el aturdimiento de la desgracia que le implica su inadaptación sistemática, su condición femenina fuera de los márgenes impuestos para las mujeres. Pero le alcanza la conciencia para comprender que no puede ser madre para sus hijos y su decisión la respalda el rechazo que le dan en la fábrica de maquila por ser lenta para coser, como una metáfora de su tardanza para ver con claridad el riesgo, en medio del embotamiento de su melancolía. Como las mujeres de Cassavetes, tantas veces hechas realidad por Gena Rowlands, Wanda también está a la deriva y le cuesta articular sus gritos de dolor, de furia, que ahí están porque se perciben siempre.
La película fue filmada en 16 mm y ampliada a 35 mm, de tal forma que constantemente da la apariencia de una pintura puntillista, en un mundo urbano, en los suburbios de las fábricas que así se revelan bajo otra óptica, con cuadros de ese mundo de trabajadores en busca de oportunidades o de goce, todo esto por mérito del ojo de Loden y de la intuición del fotógrafo Nicholas T. Proferes. No hay música fuera de la ficción y los silencios que se procesan en las entrañas de Wanda nos otorgan todo el tiempo para apreciar el estancamiento de esa pena. Con esta estructura de la forma, Loden le da relevancia a la reivindicación de su obrera, de su mujer, de una desadaptación tratada siempre con violencia. Se siente como si Warhol se bajara del Empire State o saliera del Chelsea Hotel para mirar lejos a las profundidades de la provincia explotada.
En su dinámica por fuera de lo que exige la hegemonía de su ámbito, Wanda se embarca sin preguntas en la fuga del crimen de un nuevo dueto a lo Bonnie y Clyde, pero con ternuras que se disputan el espacio con las agresiones del señor Dennis, como ella llama al maleante con jaquecas y adicto a las aspirinas que a fin de cuentas le da un espacio para ser y hacer algo. Y en el fondo de su devastación crece el cariño por ese otro oustider que a diferencia de ella, expresa su trauma con nerviosismo y misterio, que le da el carácter impredecible de un cuchillo en el cuello. Es una fuga en las extensiones del crimen que se encuentra más en las esferas que trató Godard en ‘Sin aliento’ y Fellini en ‘Las noches de Cabiria’, con una mujer que acepta el viaje con ilusión y al final cae en las fauces de una tragedia ya mucho más grande que la decepción.
En otro despertar en la desgracia, después de hacer catarsis justo al borde del desbarrancadero, Wanda apenas puede ponerse en pie y sacudirse la ropa, al borde de la indigencia, para refugiarse en otro bar de country, apretujada en medio vaqueros borrachos, con la mirada de otra mujer al otro lado de la mesa, mientras mordisquea un jocho, esperando abordar otro tren a la deriva.