Durante los
años veinte, apenas sacando la cabeza de las trincheras de la Primera Guerra
Mundial, el espíritu creativo en Europa se agitó de tal forma que se
desarrollaron vanguardias que edificaron las bases del arte moderno. El cine,
nacido apenas tres décadas atrás, aprovechó este formidable impulso vital para
consolidarse como arte y nutrir su propio lenguaje. Alemania, uno de los países
más azotado por el conflicto bélico, desarrolló una cinematografía crucial en
la historia del cine. En paralelo al intenso Expresionismo Alemán, surgió el Kammerspielfilm.
A diferencia de la vanguardia expresionista, el Kammerspielfilm tiene como objetivo el retrato de la realidad pura,
sin ambages, y usualmente con protagonismo en las clases medias y populares.
Friedrich Wilhelm Murnau, una de las figuras fundamentales y fundacionales del
gran cine alemán, fue el director de la
película cumbre del Kammerspielfilm. Se trata de El último de los hombres (1924), un filme repleto de luminarias de la industria cinematográfica
alemana por ese entonces. Además de la dirección de Murnau, la película es
protagonizada por el camaleónico actor suizo Emil Jannings (Fausto, de 1926, La última orden de 1928 y El
ángel azul, de 1930), el guionista transversal del cine alemán, Carl Dreyer
(El gabinete del Dr. Caligari, de
1920, Tartufo, de 1925 y Amanecer, de 1927) y el prestigioso
fotógrafo Karl Freund (El Gólem, de
1920, Metrópolis, de 1927 y Drácula, de 1931). El último de los hombres es el retrato del anciano portero del lujoso Atlantic
Hotel (Emil Jannings), quien, a su edad avanzada, venera su trabajo y disfruta del
reconocimiento que le otorga en la vecindad donde vive. El orgulloso celador
viste con toda dignidad su uniforme de corte militar y es tratado casi como un
héroe de guerra por sus allegados. En pleno contexto de dicha y realización, el
hombre es relegado de su puesto y enviado como asistente a los sanitarios,
recibiendo como explicación la mella de sus capacidades físicas y la
repercusión en el desarrollo de su oficio. Esta fatalidad destruye su ánimo y
acaba hasta con el respeto que le brindaban quienes antes lo admiraban.
Tanto en
los géneros realistas como en los géneros fantásticos, Murnau puso un foco
específico sobre los tormentos a los cuales nos someten nuestras propias
emociones en esa batalla intensa que se libra entre nuestros deseos y los
límites crueles que impone la realidad. En El
último de los hombres, construye uno de los retratos más decididamente emocionales en la
historia del cine, con soporte firme en la interpretación de Jennings, quien borda
un personaje preciso desde las miradas hasta el andar, a quien le es arrebatada
una felicidad que había construido en la sencillez maravillosa de su posición
como obrero. El impacto emocional de la degradación laboral golpea de forma
significativa la humanidad misma de este hombre viejo; en su carne y sus
huesos, en su verticalidad física. Un hombre que ha entregado su vida entera a
su empleo, con tal devoción que ha conseguido por medio de su propio esfuerzo,
por muchos años, un sitio digno en la sociedad. La melancolía lo invade de una
forma aterradora y Jennings sabe expresar esta caída devastadora con un derrumbe
integral del personaje, además de ser realmente pocas las manos que están en la
disposición caritativa de ponerlo nuevamente en pie. El guion de Dreyer tiene
la virtud de llevar al personaje de una antípoda emocional a otra, de forma
siempre coherente y verosímil, utilizando como vehículo el dolor profundo de
sentirse inútil. El acontecimiento central de la degradación laboral divide en
dos partes simétricas la trama y así podemos contrastar las realidades del
personaje en ambas situaciones, con efecto devastador para sus emociones. Los interiores
crepusculares en la fotografía de Freund no solamente responden a la oscuridad
a la que parece condenado el viejo portero, sino que son el marco expresivo de
su propia tristeza. Dentro del realismo
del Kammerspielfilm, la película cruza por la percepción de este hombre abatido
que se sumerge en la embriaguez alcohólica de su despecho laboral para después
revelar en los sueños el tierno deseo de conseguir la fuerza sobrenatural para
recuperar su antigua y gloriosa posición.
Esta
conexión particular del Kammerspielfilm con la realidad cotidiana de los
espectadores, especialmente aquellos de la lacerada Alemania de entreguerras,
hizo del cine un vehículo de conciencia colectiva, un espacio idóneo para la reflexión
sobre la vida en la sociedad. Por supuesto, impulsó un cine que el hombre común
podía abrazar, que podía acoger como un espacio para sentirse respaldado, para
sentirse acompañado y valorado en el contexto de su propia sencillez, que le
daba valor a sus sueños, a sus expectativas, y que se ponía de su lado frente a
la inequidad drástica de un sistema en el cual ya se percibía la
deshumanización. Esa aproximación al hombre común resulta impactante dentro de
las cualidades formales del cine. La capacidad de ampliar esta representación
de la vida real, con las características definitorias del cine que amalgaman la
imagen, el movimiento y posteriormente el sonido, hicieron de este género una
alternativa eficiente para estimular el humanismo en el arte, para que la
identificación con los personajes repercutiera en la conciencia social a partir
de una experiencia verdadera.
La textura
de este cine acogedor y rebosante de verdad facilita el reencuentro con nuestro
propio espíritu, con nuestra propia condición humana, marcada con fuego por la
fragilidad. Establecer una línea temporal desde aquel cine que apenas se hacía
treintañero, enmarcado en una saludable industria, con gran valor artístico,
hasta el cine más taquillero de nuestros tiempos, nos plantea necesariamente
una reflexión con respecto al rumbo de este arte hacia el futuro. Una
disertación mucho más importante que aquella que se da frecuentemente con
respecto al soporte y el influjo de la tecnología. Sin que esa conversación sea
abordada decididamente todavía, puede percibirse el asunto como una síntesis
reveladora de la transformación del mundo, en tiempos en los que la crisis multilateral
hace de El último de los hombres una mirada
aterradoramente vigente.