El cine del Medio Oriente nunca ha dejado de existir a pesar de adversidades que fácilmente podrían considerarse insalvables. Incluso ha sido capaz de incluir la voz de las mujeres cineastas, y en ese contexto del cine del Medio Oriente y especialmente de las mujeres cineastas del Medio Oriente, no existe en la historia ningún otro nombre equivalente al de la libanesa Jocelyne Saab. Esta cineasta, nacida en Beirut en una familia prestante y cristiana, se posicionó férreamente a favor de la causa palestina y la izquierda política, enfrentándose constantemente a grandes adversidades incluso de quienes fueron parte de su propio origen, además de confrontarse a tradiciones islámicas intensamente conservadoras. Sobre la segunda mitad de los años setenta, en el violento estallido de la Guerra del Líbano, desatada por la llegada masiva de población palestina que deriva en una disputa religiosa y armada entre musulmanes y cristianos, con la intervención de Israel controlando el paso de los palestinos al sur del país y también de Estados Unidos, cuidando un enclave esencial con reservas del petróleo en la Guerra Fría, Saab se adentró en un territorio especialmente riesgoso y plagado por una supervivencia intensa y trágica, protagonizada por las infancias, en muchos casos armadas para su propia defensa e instrumentalizadas por los grupos violentos y filmó una película de media hora titulada ‘Beirut, nunca más’ (1976), en la cual relata en un ejercicio preciso y detallado de cine-ensayo la crisis lacerante de una emergencia descomunal en medio de las ruinas de una Beirut fundamentalmente derrumbada por las balas de los fusiles, las metrallas y los cañones.
En pleno Neorrealismo Italiano, Roberto Rossellini había reparado muy pertinentemente en el infierno que había dejado aturdidos los sentidos en Alemania e Italia, con la suma del estigma extraordinario del nazismo y el fascismo sobre las espaldas. Lo hizo en ‘Alemania, año cero’ (1948), en el desenlace dolorosísimo del inolvidable Edmund, y ya había visitado ese contexto en el primer episodio de ‘Paisà’ (1946), en el que el pequeño Pasquale supera las barreras lingüísticas y se encuentra en el dolor de la guerra y la marginación con Joe, un soldado afroestadounidense. En ‘Beirut, nunca más’, Jocelyne Saab encuentra a Edmund y a Pasquale replicados en decenas y decenas de niños y niñas que se baten y se debaten en medio de las ruinas de otra ciudad como aquella Roma y aquel Berlín, nuevamente arrasada por la guerra, y aún más hundida por la marginación estructural sobre el sur global. Infancias que podrían considerarse en el relato de la gran historia del cine como aquellas en transición a otro niño endurecido a palos horrorosos: Florya, el niño bielorruso de ‘Ven y mira’ (1985), de Elen Klimov, que tiene que pasar por el infierno mismo en la tierra al unirse a la resistencia soviética contra la invasión nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Pero Jocelyne Saab no está en la ficción de Rossellini o de Klimov, está en la realidad documental. En una realidad tan verídica que su propia presencia detrás de la cámara está asumiendo un riesgo altísimo de morir, en un territorio donde todavía silban las balas. Y aún así, en medio de esa crisis de urgencia altísima, Saab encuentra la belleza profunda, no solo en los niños y todos los seres humanos que emergen en medio de los derrumbes para buscar seguir con vida, sino también en una poesía visual que es capaz de desentrañar la belleza de una melancolía tan profunda que es capaz de encontrar la conmoción simultánea de la vida y la muerte, en medio de todas esas señales de lo que fue la vida plena, ahora apenas como un registro de lo que se ha perdido para siempre después del fuego.
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