sábado, 14 de marzo de 2020

La tonelada melancólica de ‘Un elefante sentado y quieto’ y la carga existencial de Hu Bo

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El Lejano Oriente es para nuestros tiempos una fuente inagotable de poesía cinematográfica. Por supuesto, en ningún contexto, más allá del cine, se puede considerar esta región del mundo sin pensar en China, un país región cuya civilización es una de las más antiguas del mundo. Directores como Zhang Yimou, Wang Bing y Mu Fei han dejado una estela extraordinaria que ha explorado a fondo la inacabable diversidad de un país descomunal, desde el cine más convencional al más experimental, de la ficción al documental, desde el pasado hasta el presente, de los hombres a las mujeres. Una de las mejores películas que pasó por las salas el año pasado fue ‘Largo viaje hacia la noche’ (2018), de Bi Gan, de apenas 30 años, representante de una nueva generación de cineastas cercanos a un cine experiencial y poético. Quien debía ser el líder indiscutible de esa nueva generación era Bo Hu, quien se suicidó justo después de realizar su gigantesca ‘Un elefante sentado y quieto’ (2018), fundamental para el cine asiático contemporáneo. ‘Un elefante sentado y quieto’ consiste en el gran ensamble coral de cuatro personajes de diferentes edades y vinculados directa o indirectamente en los suburbios de una ciudad marginal al norte de China. Ellos son Yu Cheng (Yu Zhang), gánster de la localidad; Wei Bu (Peng Yuchang), estudiante adolescente de familia disfuncional; Huang Ling (Wang Uvin), una joven adolescente que vive sola con su madre alcohólica, y Wang Jing (Xi Zi), un hombre mayor recién pensionado que vive en la casa de su hija y la familia, con la inminencia de ir al asilo de ancianos.

Hu Bo nos introduce en un contexto absolutamente distante al de las luminarias de las capitales, en espacios marginales, polvorientos, contaminados y fríos, en donde la gente parece no tener otra alternativa que encontrarse para sortear el profundo abandono social y sistemático al que son sometidos, mientras se refugian en sus pequeños refugios, reducidos aún más por la miseria de la condición humana, que penetra la realidad de su propia familia, de su círculo más cercano, de su propia individualidad. Los planos de Hu Bo son largos y con la perspectiva de una desolación real y explícita, no solamente simbólica o evocadora. El movimiento es lento y por momentos la quietud silenciosa tiene la capacidad de penetrar en la expresividad de quien está condenado. El cinefotógrafo Fan Chao tiene la destreza para ponernos siempre en esa atmósfera desoladora, ya sea en interiores tristemente oscuros o en exteriores siempre imponentes en su panorama congestionado, como un muro impenetrable, con lentes que mantienen en foco a un personaje y al otro lo mantienen presente pero indefinido como una presencia fantasmal. El diseño sonoro de Bai Ruizhou constantemente tiene utilidad narrativa y profundamente dramática, no solamente en la construcción de ambientes que también expresan la soledad, sino también con incidentales fuera de cuadro que resultan incluso angustiantes en momentos casi trágicos. La música de Lun Hua recurre a fusiones modernas con la tradicional china, dando como resultado una música seca y precisa, que respalda la contemplación de la tristeza. La figura casi mística del elefante sentado y quieto resulta efectiva en diferentes escenarios a muy diferentes escalas. Esa presencia monstruosa e inamovible siempre en la mente recuerda la relación similar que estableció Béla Tarr (maestro de Hu Bo) con su memorable ‘Armonías de Werckmeister’ (2000), en donde la gigantesca y abrumadora ballena en descomposición se instala en la plaza del pueblo, incitando el caos. Aquí el elefante sentado y quieto nos hace pensar en el gigantesco y eterno monolito del Estado Chino, en la siempre considerable miseria inherente a la condición humana y social, e incluso a la característica misma de la película, lenta, extensa e hipnótica, como un espacio de ruptura frente a la carga existencial, como ese elefante de circo que quieren ver como si se tratara de Buda en el templo en meditación perpetua. La vida, el mundo y China como elefantes sentados y quietos. Y así, débil pero fiel, esa pequeña luz que al menos alumbra el horizonte. Esa pequeña esperanza, esa pequeña dicha que al menos sirve para andar.

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