jueves, 26 de septiembre de 2024

La caballería comunitaria de ‘Fort Apache’ y el costumbrismo marcial de John Ford


En la constitución fundamental de la mitología cinematográfica estadounidense, sobre la estructura descomunal del Hollywood clásico, no existió un cineasta más trascendente que John Ford. El máximo exponente del western en el cine construyó con su filmografía un sustento inédito para la siempre extraviada identidad nacional de Estados Unidos, recabando en las travesías y asentamientos coloniales de los vaqueros que arrearon el ganado y los peregrinos que formaron los asentamientos que progresivamente conquistaron y poblaron un inmenso territorio. En una larga trayectoria, desde los años treinta hasta los años sesenta, el legado de Ford trazó un mapa que seguirían muchos de los autores del cine estadounidense, inclusive las subsecuentes generaciones desde el Nuevo Hollywood. En lo que al western se refiere, después del auténtico hito que marcó ‘La Diligencia’ (1939) y una década repleta de clásicos con la firma de Ford, que incluyó títulos como ‘Las uvas de la ira’ (1940), ‘¡Qué verde era mi valle!’ (1941) y ‘Mi adorable Clementine’ (1946), el padre del Western en el cine lanzó toda una trilogía sobre la caballería, la división del ejército que en el siglo XIX controlaba las extensiones territoriales especialmente en las regiones más desérticas y rocosas en la adversidad con los resistentes pueblos indígenas. La primera película de la trilogía es ‘Fort Apache’ (1948), que narra los acontecimientos que se derivan de la remisión del héroe de guerra Teniente Coronel Owen Thursday (Henry Fonda), quien a regañadientes debe hacerse cargo del Fuerte Apache, en donde choca fuertemente en la confrontación de su perspectiva con los las tribus indígenas, justo en medio de la disputa de las Guerras Apaches. 

Con el respaldo de un elenco amplio y suficiente, que incluye a Henry Fonda, John Wayne, Shirley Temple, George O’Brien, Ward Bond e incluso estelares del Cine de Oro Mexicano, como Pedro Armendáriz y Miguel Inclán, Ford construye un soporte esencialmente coral, en el cual teje una pequeña comunidad cohesionada en torno al fuerte de caballería, llena de pinceladas sobre las costumbres y en general la forma de vida de una sociedad profundamente tradicional y bucólica, relacionada en pequeñas celebraciones como la serenata, el baile, la comida y la cantina, entre otros gestos que por su simpleza pueden cautivar, a pesar del conservadurismo de su fondo marcial. Poco a poco, las confrontaciones entre los vaqueros de este western, lanzados a diferentes bandos por la incidencia del clasista y recalcitrante Thursday, que encuentra resistencia en el Capitán York (John Wayne), todavía en la rebeldía respetuosa de la subordinación, moviendo los hilos con lo que le permite su rango, hasta que pronto todo se traslada a la espectacularidad todavía vigente de unas inmensas batallas campales sobre el fondo pictórico de las extensiones desérticas estadounidenses, tan característico de Ford como consolidado sello de estilo, emulando la obra de pintores clásicos que atestiguaron esta época en Estados Unidos como Thomas Moran, Albert Bierstadt y Thomas Hill, con el talento legendario en este contexto del cinefotógrafo Archie Stout. 

‘Fort Apache’ logra sumar una amplia gama de valores. Lanza una trilogía que en su perspectiva completa definirá y sustentará en buena medida el western hacia el futuro de Hollywood, como la sólida anilla de la que se amarran los caballos. También hace toda una crónica de aquellas pequeñas comunidades que se construían en torno a los fuertes de caballería en el Estados Unidos del siglo XIX. Y, por supuesto, en el contraste cultural más consciente con los grupos indígenas, deja entrever no solamente las complejidades propias de ese desarrollo colonial, entre el pensamiento liberal y el conservador, incluyendo por supuesto la propia perspectiva de Ford, que, por ejemplo, Cosiche (Miguel Inclán), el mítico líder apache, se expresa en español como si esa fuera su lengua nativa.


jueves, 19 de septiembre de 2024

La memoria mágica de ‘Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger’ y el amor cinéfilo de Martin Scorsese y David Hinton


Martin Scorsese es una figura transversal en la historia del cine durante los últimos sesenta años. No solamente como una pieza esencial del Nuevo Hollywood, la vanguardia estadounidense de cine de autor de la generación de posguerra, sino también como un importante difusor del inmenso territorio que implica la cultura cinematográfica extendida en toda su extensión. Scorsese se ha prestado constantemente a ser un vehículo incondicional para la difusión y conservación de la cultura cinematográfica, en primer lugar desde su propia filmografía, dividida en una extensa vertiente en la ficción y otra considerable en el documental, siempre con la búsqueda de nuevas narrativas para contar otras historias, o las mismas, pero siempre de una forma tan nueva como auténtica. Pero Scorsese también ha impulsado el desarrollo del cine como arte desde la promoción cultural misma, especialmente con la fundación del World Cinema Project, que ha rescatado, restaurado y difundido un patrimonio cinematográfico diverso y profundo, a lo largo y ancho de todo el mundo. La cinefilia pura de Scorsese ha escrito un gran capítulo reciente con el documental ‘Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger’ (2023), dirigido por David Hinton, no solo director sino también editor, en el cual el mismísimo Martin Scorsese se remonta a su propia infancia para contar el relato mitológico de la que seguramente es la asociación de cineastas más influyente en la historia del cine: la de Michael Powell y Emeric Pressburger. 

El relato de Scorsese se remonta a su acercamiento accidental al cine de Michael Powell a través de la televisión y con ‘El ladrón de Bagdad’ (1940), producida por el legendario Alexander Korda y que contó con Powell como uno de los varios directores. Scorsese fundamenta su apreciación en las reacciones instintivas de su infancia; en la fascinación natural por el espectáculo cinematográfico al que se exponía, primero en la sala de su casa familiar y después en la sala de cine, en donde su encuentro fue con ‘Las zapatillas rojas’ (1948), a todas luces su película favorita de la dupla británica eje de la historia. Con ese fundamento en una fascinación transparente y honesta, Hinton (y Scorsese) empieza a tejer un relato en el que se busca el encuentro de dos orígenes, el de Michael Powell asistiendo las fantasias mudas del cine británico y el de Emeric Pressburger escapando de la muerte de guerras y entreguerras para renacer (como él mismo lo define) en Inglaterra, donde incluso tuvo que aprender a hablar de cero un nuevo idioma, casi como quien aprende a caminar de nuevo. Rápidamente se reparten los oficios. Powell el director, Pressburger el guionista y ambos los productores. Entonces lo que emerge es una disputa extraordinaria por el control de una obra tan particular y extraordinaria que Scorsese define tan atinadamente como la mejor alquimia entre lo experimental y lo comercial. 

‘Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger’ es un compendio de un amor de cinefilia tan profundo que es incluso místico, espiritual, religioso. Una travesía por las peripecias de un arte trascendente que se bate con la industria del entretenimiento y, muy especialmente, la memoria fundamental de un auténtico patrimonio universal: el de películas como ‘Las zapatillas rojas’, ‘Los cuentos de Hoffman’, ‘La vida y muerte del Coronel Blimp’, ‘Escalera al cielo’, ‘Un cuento de Canterbury’, ‘Narciso negro’ y otras cuantas que son capaces de infundirle hasta nuestros tiempos, a cualquier espectador atento, la esencia profunda de la naturaleza humana, en una amplia variedad de estados de percepción que solamente un cine como el de Powell y Pressburger es capaz de tocar en rincones tan profundos y complejos. 

jueves, 12 de septiembre de 2024

La Europa de posguerra de ‘Europa’ y el mapa humano de Lars von Trier


El cierre de la “trilogía europea” significó para Lars von Trier la consagración definitiva como una figura destacada del cine europeo en aquella transición al final de la Guerra Fría, de cara a un futuro diferente, justo como se planteaba el panorama para todo aquel continente al cierre de la Segunda Guerra Mundial. La disección especialmente extendida y profunda de Trier se complementa aquí con todo un tratado sobre las circunstancias excepcionales de Alemania en 1945, cuando cargaba más pesado que nunca el estigma de los crímenes más abominables. Leo Kessler (Jean-Marc Barr), un joven estadounidense, viaja a Alemania, como muchos en aquel entonces, al terreno fértil de la posguerra, para trabajar en la compañía de ferrocarriles con su tío (Ernst-Hugo Järegård). Ahí empieza un viaje de auténtico ensueño en medio la profunda melancolía de un país devastado, en donde subsiste una extraordinaria belleza para Leo, quien se encuentra especialmente con Katharina Hartmann (Barbara Sukowa), la encarnación misma de aquel mundo; una femme fatale con visos extraordinarios de fantasía. 

Trier traza un mapa extraordinario que se alimenta consistentemente de las potencias expresivas del cine tan frecuentes en las vanguardias de los años veinte y treinta. Con dobles impresiones, cambios del blanco y negro al color sobre el mismo plano, transiciones desde el espacio, en el recorrido profundo del tren por un territorio oscuro, mientras que se vive un misterio profundo, en conspiraciones gansteriles, en amores furtivos, en una supervivencia agitada, que corta el aire a cada instante. La elaboración de Trier es la de toda una experiencia cinematográfica, construida con el espíritu de un cineasta que no precisamente está en la experimentación entendida como la búsqueda de un nuevo recurso, sino en el desempolvar aquella vieja experimentación que extendió y siempre ha extendido los límites del cine. Además, en el caso específico de Trier, con la descomunal herencia, voluntariamente elegida, del arte europeo de varias décadas desde la Edad Media hasta mediados del siglo XX. 

La estructura de film noir como columna vertebral le permite a Trier darle firmeza a su experiencia, no solamente en lo cinematográfico sino también en lo narrativo, y en en ese viaje excepcional, plantea una reflexión sobre las circunstancias históricas de Alemania en la posguerra más inmediata. La película se planta en todos los frentes y expone con gran habilidad la manipulación de un escenario caracterizado especialmente por el vacío de poder. En esa revisión de todos los polos, cabe también la de la cacería sobre los antiguos nazis, muchos de ellos simplemente familiares, o soldados rasos de los mandos genocidas. La desembocadura de esa inmensa afluencia de ríos diversos, de causas y cauces, le da espacio notablemente a una tragedia cruda, como la que caracterizaría a Lars von Trier en los años posteriores. Una tragedia cruda que no por ello, o tal vez incluso por eso, no deja de ser poética. Y especialmente adquiere un matiz atmosférico diferente por el cielo estrellado de auténtica constelación que ha elaborado Trier, quien sabe muy bien que esa belleza se puede contemplar al mismo tiempo que se vive el horror, porque para él siempre han sido indivisibles, partes del mismo ente de la condición humana. Al cierre de la trilogía, el gran cineasta danés, que estaría a unos cuantos pasos de proponer el Dogma 95, estaba plantando fundamentalmente una declaración de principios que está ancalada a los orígenes continentales de la cultura europea, pero que mueve las aguas con la pregunta constante sobre el futuro del cine; sobre cuáles son las posibilidades que todavía son vigentes, de aquellas que se descubrieron en los albores y las que aún están por ser reveladas. 

jueves, 5 de septiembre de 2024

La Europa inmanente de ‘Epidemic’ y el proceso creativo de Lars von Trier


En la algidez de la transición de los años ochenta a los años noventa en Europa, que representó especialmente, más que en cualquier otro lugar del mundo, el paso de la Guerra Fría a la globalización, Lars von Trier lanzó la segunda parte de su “trilogía europea” con ‘Epidemic’ (1987), en la que trasladó muchas de las inquietudes y búsquedas de ‘El elemento del crimen’ (1984) al terreno de la creación específica de la ficción. En ‘Epidemic’, Trier se centra muy especialmente en la escritura de la ficción en el cine, en la elaboración a dos cabezas, a cuatro manos, de un guion cinematográfico entre el mismo Lars von Trier y Niels Vørsel, representándose a sí mismos, en la búsqueda de una historia de terror para presentarle a un productor. Ese proceso está vinculado profundamente con la exploración del thriller en ‘El elemento del crimen’ y precisamente ahí se traza todo un mapa en el cual pueden verse las señas particulares de una Europa que nuevamente estaba de frente a una transformación. 

‘Epidemic’ parte de un mundo verificable, fácil de identificar. De una modernidad ya casi globalizada para ese entonces. Trier utiliza un grano extraordinario en la emulsión de su película, de tal forma que la imagen constantemente se percibe como impresiones, como manchas que poco a poco nos van trasladando a un proceso creativo que se fundamenta muy especialmente en un proceso intelectual. Rápidamente, la película entra con naturalidad en el terreno de la ficción (con el mismo Lars von Trier encarnando a su personaje en otro nivel de la ficción: el Doctor Mesmer), en donde empieza a desplegarse un mundo antiguo, como si se tratara de una disección de la Europa moderna para buscar la Europa profunda, aquella que está en las entrañas, de una naturaleza inmanente. En la historia que está en el corazón de ‘Epidemic’, Trier y Vørsel exploran y vigilan las incidencias de una epidemia de carácter desconocido que se complica extraordinariamente. Poco a poco, esas incidencias se trasladan al mundo real, en el siguiente nivel arriba de esta ficción, y es imposible no trazar un vínculo más con la realidad apabullante de la pandemia en el que todavía se percibe como nuestro presente. Este cruce en los escenarios siempre se percibe, especialmente en el cine de Trier, como una transición en los estados de percepción, en la naturaleza misma de la existencia del ser humano. 

En tiempos en los cuales la discusión sobre la realidad es más vigente de lo que cualquiera hubiera imaginado, esta película representa el surgimiento de Trier como aquel autor que era capaz de cruzar con absoluta naturalidad el terreno de la percepción, con áreas muy diversas. Que era capaz de hacer resonar siglos del arte europeo en un presente que se siente especialmente vigente, con una extraordinaria perspectiva para que de esta forma pueda comprenderse el tiempo mismo desde la mirada extensa de la naturaleza humana. Es una propiedad que tienen solamente los mitos y esa profundidad instaló a Trier en el escalón de directores, como Pasolini, Fassbinder, Tarkovsky u Ozu, que eran capaces de excavar en las profundidades de su propia cultura para levantar toda una escultura con una gran cantidad de perspectivas, para apreciar no solamente esa cultura, sino además para crear todo un espacio en el cual se reflexiona sobre la condición humana. Desde este punto de vista, esa conversación entre la realidad y la ficción es sin duda alguna la conversación entre la razón y el ser. Entre dos tiempos que siempre se concilian y que no pueden expresarse siempre tan armónicamente, no solo en el cine, sino en general en el arte. 


jueves, 29 de agosto de 2024

La Europa criminal de ‘El elemento del crimen’ y el thriller callejero de Lars von Trier


Desde la densa tradición histórica de la Escandinavia, surgió un cineasta danés que ha sacudido el panorama del cine europeo con una propuesta constantemente provocadora, arraigada en importantes tradiciones artísticas y culturales de Occidente, tan antiguas que puestas en la modernidad de los últimos cuatro décadas han resultado en una perspectiva extraordinaria para observar el mundo contemporáneo. Lars von Trier ha sabido mantenerse arraigado a esa gran tradición especialmente germánica e italiana, más profundamente romana, desde lo literario y lo pictórico, y simultáneamente ha reflexionado profundamente sobre la evolución del cine, específicamente como precursor del inquietante Dogma 95. Su nombre se dio a conocer en el mundo del cine con ‘El elemento del crimen’ (1984), que dio pie a la que se conocería como “la trilogía europea”, en el contexto de su filmografía, en donde hace toda una disección de una naturaleza profunda del continente, desde lo histórico más colectivo hasta lo humano más individual. ‘El elemento del crimen’ se ubica en una Europa que se percibe distópica pero que también respira la crudeza de las grandes capitales en el siglo XIX o la primera mitad del siglo XX. En ese escenario oscuro, Fisher (Michael Elphick), un veterano policía, intenta resolver el caso de un feminicida serial, para lo cual utiliza un controversial método de hipnosis desarrollado por su antiguo profesor Osborne (Esmond Knight), en el que Fisher podrá adentrarse directamente en la mente del asesino. Un método censurado por sus características antiéticas y sus riesgos específicos. 

Lars von Trier elabora en ‘El elemento del crimen’ todo un documento antiguo, en el sepia, que se percibe con las anotaciones del escritor, del sabio, con los gráficos y los apuntes de un pensamiento misterioso, sobre la gran tradición de las novelas de folletines, de los crímenes clásicos de los asesinos seriales. Aquí la frontera de identidad entre el investigador y el criminal se diluye por completo y Fisher va transformándose gradualmente en el monstruo, como si fuere el organismo que recibiera un veneno progresivo, que va despertando gradualmente su violencia, su perversidad. Los espacios que construye Lars von Trier son permanentemente nocturnos, oscuros, sucios, llenos de suciedad, de espacios clandestinos, oscuros, de huellas, de rastros, de una criminalidad primitiva. Las advertencias del maestro se van concretando progresivamente desde la perspectiva de un personaje que se va distorsionando poco a poco, cuya mirada se convierte poco a poco en una mirada mucho más perversa. Deja entrever recursos que más adelante en su filmografía se harían característicos, como la exposición poética de todo aquello que siempre se ha confinado al terreno de lo horroroso, de lo terrorífico, incluso de lo prohibido. La muerte y la descomposición, entendida como un proceso transversal, poco a poco se instala en la comprensión de una evolución natural. De un proceso envestido de una belleza inesperada. 

Lars von Trier no fue el primer cineasta que se alimentó de esa raíz antiquísima del arte europeo, en el que predominan Da Vinci o Rembrandt, tanto como Dante o Maquiavelo. Ahí repercute también la música surgida de la Ilustración, del clasicismo europeo en toda su extensión. Lo precedieron también cineastas como Visconti, Pasolini y Fassbinder. La confrontación con la modernidad de esa esencia cultural inmediatamente genera una reflexión descomunal sobre la ética y la moral de estos tiempos. En ‘El elemento del crimen’, el director danés abre la puerta de una baúl antiguo en el que se descubre una intensidad extraordinaria, que está vinculada a los orígenes mismos de grandes civilizaciones europeas, incluso con el espíritu de la denuncia y del reconocimiento de una condición humana en la que vive de fondo una perversidad que nos miró siempre directo a los ojos.  


jueves, 22 de agosto de 2024

La conciencia de la muerte en ‘Opening Night’ y el alma rota por John Cassavetes y Gena Rowlands


En el corazón de Estados Unidos, en medio de la industria cinematográfica más poderosa del mundo, la figura fundacional de John Cassavetes consolidó la esencia del cine independiente no solo en aquel país, sino en Occidente, con el alimento evidente de una sustancial herencia teatral y el espíritu de las vanguardias que pedían un cine intensamente de experiencias. La obra de Cassavetes nunca hubiera alcanzado las alturas extraordinarias que alcanzó sin la presencia abrumadora de Gena Rowlands, una de las personas (no solo mujeres) más extraordinariamente talentosas en la historia específica de la actuación para el cine. Películas como ‘Faces’ (1968), ‘A Woman Under The Influence’ (1974), ‘Opening Night’ (1977), ‘Gloria’ (1984) y ‘Love Streams’ (1984) hicieron del cine estadounidense un componente trascendente de la cultura en Estados Unidos, desde una perspectiva fundamentalmente más autoral que el de Hollywood en lo estructural. Específicamente en ‘Opening Night’ (1977), Gena Rowlands encarna una espectacular convulsión en el proceso creativo: la de una actriz que, capturada por el alcoholismo en la intensidad de los preámbulos al estreno, es sacudida por el horror de una muerte violenta que se escenifica enfrente de ella misma, para arrastrarla a las profundidades del cargo de conciencia y a cuestionarse la trascendencia de su arte bajo el cielo inmenso y oscuro de toda la existencia.

‘Opening Night’ está llena de recovecos, de corredores, de habitaciones oscuras, de salas abiertas y luminosas, de contraluces, de pasadizos atravesados por el dolor y la furia resistente de Myrtle Gordon, el personaje tan adorable como doloroso que encarna Rowlands, infundido por la agitación suprema en lo espiritual de la creación artística. De la representación de una mujer que es lanzada de un extremo a otro en la ficción por la violencia, por el desprecio, por la negación, mientras que en su vida misma se confronta con los fantasmas de la culpa y la conciencia absoluta, con la brutalidad de la contemplación de sí mismo frente a una inmensidad inabarcable. El espacio alegórico de Cassavetes en ‘Opening Night’ es, aún más que en sus otras obras, conceptualmente la metáfora de la mente humana, de una condición de la que nadie se puede librar, del escenario atravesado por espectros, por miedos, por ansiedades, por deseos, por pulsiones incontrolables. Gena Rowlands le da vida a cada espacio, a cada circunstancia, rompiendo en mil pedazos el proceso creativo que se previó para su personaje en la ficción. Rebota en los corredores, cae al suelo y su mirada atraviesa el techo para concentrarse en un espacio exterior que no podemos ver. Es una visión delirante por el terror. Esta vez, Cassavetes nos permite por momentos ver el fantasma que ve Myrtle Gordon y que sobrecoge cuando se ve reflejado en la mirada portentosa de Gena Rowlands dirigida a la extensión del espacio cinematográfico, por fuera del encuadre. El rostro de Gena Rowlands, simultáneamente patrimonio material e inmaterial de la cultura mundial, se quiebra, se rompe, se corta, hace mil evoluciones entre la belleza interminable y el dolor que se asoma desde la oscuridad. Myrtle Gordon no puede dejar de cargar la responsabilidad que le cargó encima la muerte atravesando la noche lluviosa en la ciudad, en un instante fatal en medio de la velocidad cruel de la modernidad. El tiempo que no se detiene, el mundo que no para ni siquiera en ese momento en el que de repente esa luz cruel de la verdad de la muerte atraviesa la humanidad. Al final, se cruza completo todo el túnel, de la mano de un arte resistente, en la improvisación, en el experimento, en el impulso vital, con la fuerza de las manos que sostienen el derrumbe de la vida entera. Ahí Gena es monumento. Es el resplandor de un fuego alto, voraz y de mil llamas, que jamás arderá igual de nuevo. 


jueves, 15 de agosto de 2024

La humanidad desahuciada de ‘La plegaria del soldado’ y el mundo insalvable de Masaki Kobayashi


En el paso de los años cincuenta, hacia la modernidad de los años sesenta, Kobayashi se tomó un respiro importante para emprender el cierre de la “trilogía de La Condición Humana”. Después de dos películas especialmente demandantes en las que todo un personaje épico, como ya lo había hecho de Kaji, había construido el camino más detallado posible por el infierno de la realidad japonesa en diferentes frentes desde las fauces de la guerra hacia lo que derivaría en la posguerra. En esa tercera parte de la saga, Kobayashi profundiza en los efectos de la guerra, para distanciarse más claramente de las ideologías. En ‘La plegaria del soldado’ (1961), Kaji (Tatsuya Nakadai) y un puñado de compañeros a la deriva buscan evitar ser capturados por el ejército soviético y en esa elusión se encuentran con los últimos grupos de ocupación japonesa en Manchuria, quienes los consideran remisos. Tras escapar violentamente y cada vez más diezmados por el hambre y la enfermedad, buscan un refugio en el que puedan finalmente mantenerse con vida hasta que las circunstancias violentas de una guerra álgida pueda dar un respiro y así un espacio para poder volver de verdad a la vida. Las esperanzas de Kaji, fundamentadas en su pacifismo ya emblemático se iban viendo minadas gradualmente, en el derrumbe progresivo de su propia existencia en medio de un territorio insuperable, de un infierno sin puerta de escape. 

En ‘La plegaría del soldado’, Kobayashi lanza a su héroe a las adversidades del camino, a una ruta en la que va a contemplar de primera mano el terrible panorama de deshumanización, de la muerte, del desahucio, de la violencia, de los instintos de supervivencia disparados en la situación de urgencia. De forma extraordinaria, las expectativas ideológicas de Kaji, quien busca un aliado en el pacifismo y en el socialismo, se convierten también en las expectativas de su propia vida. En el camino áspero que se plantea enfrente de Kaji, la guerra se trasciende a la humanidad, a la existencia, como una representación dolorosa de la vida y, por supuesto, de la condición humana. La supervivencia crítica saca a flote vicios que rápidamente conducen al crimen, a la muerte, al asesinato. Kaji mantiene viva su conciencia todo lo que le es posible y la voz interior retumba en sincronía con nuestra propia observación desde la distancia en tiempo y espacio. La sensación cada vez más persistente es la de un horizonte que se esfuma; de un destino que se apaga, de un futuro que deja de existir. Los instintos destrozan gradualmente cualquier tipo de posición ideológica, que rápidamente va transitando hacia las emociones más intensas; hacia la violencia más extraordinaria que surge de la furia, del hambre, de un rencor intestino. 

Sobre la humanidad pacifista de Kaji, Kobayashi traza el mapa de un mundo atravesado por la guerra, por la muerte, por un horror que es capaz de penetrarlo todo. Es el mismo mundo desde el cual despuntó todo el cine moderno, el que gestaron las vanguardias en todo el mundo. La trilogía de la Condición Humana tiene la capacidad de plantear la dimensión completa de una violencia lacerante que atravesaba al mundo entero, y desde esa perspectiva, trazar todo un estudio de la humanidad, de la condición humana sometida a sus instintos, a sus emociones, a los sentimientos profundos, que a fin de cuenta le permiten simplemente avanzar, como a Kaji, que siempre tuvo en sus pensamientos a Michiko, la mujer que amaba, a quien siempre puso como destino para salir de la oscuridad, para dar cada uno de sus miles y miles de pasos atravesando el infierno.  


jueves, 8 de agosto de 2024

La humanidad superviviente de ‘El camino a la eternidad’ y la guerra insuperable de Masaki Kobayashi


Masaki Kobayashi filmó la segunda parte de la trilogía de “la condición humana” casi simultáneamente a la primera. Inmediatamente después de ‘No hay amor más grande’, apareció ‘El camino a la eternidad’ (ambas en 1959), continuando con la aventura dramática y dolorosa de Kaji (Tatsuya Nakadai), ya como todo un emblema mítico, atravesando el escenario devastador de la ocupación japonesa en Manchuria, en medio de la algidez más cruenta de la Segunda Guerra Mundial. Kobayashi, por la vía de un melodrama intenso y lleno de diversas rutas en la profundidad, siempre anclado en el vínculo amoroso de pareja especialmente arraigado, como el salvavidas del pantano. En esta segunda película, después de los incidentes como burócrata en Manchuria, tras la mediana frustración de su esfuerzo antiesclavista, es enviado al frente de guerra, como soldado raso. Inmediatamente se tiene que enfrentar con la violencia humillante de los superiores inmediatos, en un régimen deshumanizante que siempre pone a prueba los nervios y el estado mental. En el cuartel se encuentra con Shinjo (Kei Sato), un soldado comunista que decididamente está planeando la fuga. Las decisiones de Kaji se verán modificadas por la tragedia que se presenta al interior de las filas, por los efectos de la violencia psicológica incisiva. Entonces retoma el activismo, pero en medio de un escenario aún más criminal que el que había conocido en las oficinas de la ocupación japonesa en Manchuria. 

En el fango especialmente espeso del Japón de la Segunda Guerra Mundial, ‘El camino a la eternidad’ hace que ‘No hay amor más grande’ sea un inmenso prólogo que da el contexto para una situación especialmente crítica, tan dolorosa que la segunda parte de la trilogía de “la condición humana”, de Kobayashi, solamente se puede apreciar realmente con la perspectiva de ese panorama de gran infamia. Kaji, aferrado casi químicamente a un pacifismo profundo, no puede existir de otra manera, no es capaz de dejarse endurecer por las condiciones crudelísimas que atraviesa, ni siquiera cuando es testigo presencial, directo, a unos cuantos metros, de los horrores más intensos de la guerra. Al mismo tiempo, con una devoción abrumadora, su amada Kachiko (Michiyo Aratama) sigue sus pasos como una sombra, impulsada por una pasión sobrenatural, como si fuera a esta altura ya más un espíritu, como si su amor estuviera más vivo que ella misma. Así ella conquista las distancias y llega hasta las barracas para amarse con Kaji y darle una última imagen para que él guarde para sobrevivir. Las expectativas llegan a un punto tan bajo, tan relativo a lo básico que lo que queda es apenas esperar no morir, sostener al menos una vida con una cantidad de traumas que se puedan cargar. 

El cine bélico tiene una historia tan larga como la del cine mismo. El relato detallado del infierno ha pasado por la ficción y por el documental, desde las construcciones vibrantes del Realismo Socialista hasta los testimonios de varios directores hollywoodenses desde el frente estadounidense. Pero Masaki Kobayashi, con la segunda parte de su tríptico sobre la condición humana, trazó una línea que marcó el camino de un cine que no podía ser ajeno a las inmensas transformaciones culturales que se daban en paralelo a la extraordinaria evolución. Especialmente, en el contexto del cine japonés, se trataba de una inmersión que servía para contrastar y comprender mucho más las obras también trascendentes de aquellos nombres también trascendentes, como Kurosawa, Ozu, Mizoguchi y Naruse, porque las heridas de aquel país, en sus circunstancias tan específicas, servirían sin duda para plantearse precisamente la condición humana. Ese misterio indescifrable mediante el cual se atravesó muy particularmente la conmoción del siglo XX. 


jueves, 1 de agosto de 2024

La humanidad cruel de ‘No hay amor más grande’ y la épica antiesclavista de Masaki Kobayashi


Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sobre Japón fueron especialmente lacerantes y traumáticas, por los efectos devastadores de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, pero también por la violencia descarnada que se vivió en las disputas por el poder al interior del país. En ese contexto de inmensos autores que sustentaron buena parte de su obra en los sentimientos transversales y profundos del país, entre los que se cuentan Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Mikio Naruse, quien realizó una disección mucho más profunda, que incluía la autorreflexión sobre los propios crímenes de Japón, fue Masaki Kobayashi, quien con su “trilogía de la Condición Humana”, ahondó en la diversidad de las heridas en la memoria japonesa de posguerra. Kobayashi se basó muy especialmente en la saga literaria homónima del escritor Junpei Gomikawa, a la cual le sumó una buena cantidad de sus propias vivencias personales en la guerra y la posguerra inmediata. La primera película de la histórica trilogía de Kobayashi es ‘No hay amor más grande’ (1959), toda una epopeya sobre la resistencia antiesclavista al interior de Japón. Cuenta la travesía activista de Kaji (Tatsuya Nakadai), un pacifista antibelicista, objetor de conciencia frente a la guerra, quien es reclutado para ir al frente y como alternativa ofrece sus conocimientos en la logística y el rendimiento en la industria de la guerra para evitar el traslado al campo de batalla. Es enviado a un destino muy lejano en las profundidades de Manchuria, en la China ocupada por Japón, en donde la mayoría de trabajadores son prisioneros chinos esclavizados. Kaji emprende entonces toda una lucha diplomática y de auténtico poder para cambiar la realidad de aquellos hombres torturados. 

Como base, Kobayashi lanza su película desde la plataforma del amor: el de Kaji y Michiko (Michiyo Aratama), una pareja que decide conformarse para soportar la adversidad de la guerra y sus circunstancias. Algo similar a lo que Naruse planteó en ‘Nubes flotantes’ (1955), en donde ese vínculo existencial es un refugio que soporta las inclemencias hasta donde le es posible. En el trayecto que se plantea, Kaji se encuentra con humanidades entrañables mientras al mismo tiempo se le plantan frente a sus ojos horrores mucho más crueles de los que se había planteado solo desde la teoría y la hipótesis, desde sus ideas iniciales del pacifismo. Poco a poco, debe curtirse obligadamente para poder actuar, para poder intervenir y generar un cambio. Kobayashi frecuenta los encuadres que simultáneamente ponen de fondo el espacio: un mundo desolado, casi desértico, con una atmósfera apocalíptica. De repente, en momentos críticos, la mirada de Kobayashi también es directa, abierta, para retratar la crueldad y transmitirla sin filtros. Esa crueldad también se percibe constantemente en la obra contemporánea de Kurosawa, quien por este años también era dado a representar los estragos de la violencia más intensa. Kobayashi lo refleja también en rostros convulsionados con la contemplación del horror, instalados al borde del abismo. 

Como en ‘Roma, ciudad abierta’ (1945), en donde Rossellini le hace todo un homenaje a la resistencia antifascista, Kobayashi también plantea en ‘No hay amor más grande’ todo el entramado de las células guerrilleras que procuran moverse organizadamente para liberarse del azote de la barbarie. Sin embargo, Kobayashi se distancia de la perspectiva esperanzadora que surge en el horizonte de la obra de Rossellini y se acerca mucho más a un escepticismo implacable, similar al espíritu posterior de Miklós Janczó en ‘Los desesperados’ (1966), en donde se impone la contrarrevolución. Sin embargo, lo que nunca se rompe es el principio fundamental de la película, el vínculo amoroso de la pareja, como un indicativo de que ese afecto es el que jamás se extingue. 


jueves, 25 de julio de 2024

El western vanguardista de ‘Los colonos’ y la revisión histórica de Felipe Gálvez


El western suele ser considerado el género estadounidense por excelencia. Aquel mito fundacional en el que Estados Unidos se cuenta su propio origen como potencia, como territorio gigantesco controlado por un discurso hegemónico en el que predomina una nueva casta. No es una consideración muy distante a la de cualquier otro mito en cualquier civilización predominante. En cualquier imperio. Pero lo esencial del western no es su construcción política en sí, sino el marco extraordinario que representa para la comprensión del mundo, precisamente como lo hacen lo mitos. Hasta no distanciarse de esa mirada sesgada del cine como herramienta de control de Estados Unidos, no se pueden ver con claridad sus extraordinarios alcances. El desierto, escenario natural del western y evocación constante del aislamiento que inunda a los personajes de melancolía, puede replicarse en muchos espacios de Latinoamérica, con una inmensa diversidad de aislamientos, incluidos la selva, el bosque, la montaña y también el desierto. Así se da fácilmente en el Cono Sur, con interminables extensiones que, por cierto, fueron colonizadas a sangre y fuego. Justo hacia esa dirección se mueve el western ‘Los colonos’, de Felipe Gálvez, que cuenta el travesía de un grupo conformado por el soldado británico Alexander MacLennan (Mark Stanley), Bill (Benjamin Westfall), un mercenario gringo, y Segundo (Camilo Arancibia), un mestizo tirador experto, enviados por el colonizador José Menéndez (Alfredo Castro) para abrirle camino a su ganado. Poco a poco, para Segundo, el mestizo, se va revelando el carácter genocida del viaje que pretende tomarse las tierras de los indígenas nativos. 

Recientemente, el chileno Théo Court se había situado en ese escenario del colonialismo más avasallador en Chile con su extraordinaria ‘Blanco en blanco’ (2019), en donde también respira el poder omnipotente de ese implacable señor feudal (también encarnado de espíritu por Alfredo Castro). Pero sin duda la tradición en la revisión de esa historia fundacional es mucho más antigua, y está anclada a esa gran triada del cine chileno conformada por Alejandro Jodorowsky, Raúl Ruiz y Patricio Guzmán. Jodorowsky desarmó el western como nadie con ‘El Topo’ (1970), haciéndolo directamente todo un viaje iniciático. Ruiz penetró con intensidad las crueldades racistas y devastadoras del colonialismo en ‘El vientre de la ballena’ (1982), especialmente desde la dominación lingüística. En cuanto a Patricio Guzmán, buena parte de su trilogía de de la memoria repara en ese campo arrasado en las inmensas extensiones en dirección al Polo Sur. Sobre esa gigantesca plataforma referencial, Gálvez toma con ‘Los colonos’ la decisión de respirar más pausadamente, reparando en los silencios, en las miradas, en las distancias. Con las estaciones características de la epopeya y de la road movie, crea un espacio casi teatral, atravesado por la luna, por la inmensidad, por el fuego, por la niebla, y progresivamente el camino se va haciendo más brutal, más criminal, más decididamente genocida. Así también se va volviendo más relevante la convulsión emocional de Segundo al encontrarse inmerso en el horror, desde el lado de los agentes de ese horror. Desde el lado de los asesinos. El peso insoportable de la conciencia crece al mismo tiempo que el tiempo se va transformando en la película, mientras el dolor se va transformando en cicatrices que poco a poco irán siendo revisadas por los investigadores de las precursoras Comisiones de la Verdad, que se hicieron necesarias a lo largo del continente para rescatar cantidades abrumadoras de verdad dolorosa que lavó con sangre la tierra. Al final de ‘Los colonos’, queda la sensación palpable de que en las miradas pervive la muerte, el trauma interminable del que solo quedará registro en las imágenes de esos rostros que resguardan almas laceradas eternamente. 


jueves, 18 de julio de 2024

El Mick Travis destruido de ‘Britannia Hospital’ y la farsa política de Lindsay Anderson


Tras una larga pausa de casi diez años en el cine, transitada por algún trabajo en la televisión, el legendario Lindsay Anderson cerraría la histórica trilogía de Mick Travis con ‘Britannia Hospital’ (1982), ya en los terrenos de una Gran Bretaña dominada por la mano fundamentalmente fascista de la líder conservadora Margaret Thatcher. Mick Travis había sido forjado en el fuego contracultural de los años sesenta, en las calderas del rígido internado de ‘If…’ y después atravesando con furia y euforia simultáneas el campo traviesa de ‘O Lucky Man’. Es el mismo viaje de todo un impulso vital, que en el fondo cargaba el trauma de la Segunda Guerra Mundial y el espíritu extensamente político de auténtica revolución, en cada espacio de la existencia. Las amplias raíces políticas y filosóficas de Inglaterra en la historia de la lucha de clases y el mundo obrero iban a aterrizar en el régimen neoliberal estricto de los “tories”, en la represión extendida de ‘La Dama de Hierro’, en ese liberalismo legitimado ampliamente para ser fascista. En ‘Britannia Hospital’, ese es el escenario conceptual: el del espacio público, de los servicios públicos, que es dominado por el crimen institucionalizado, por los negocios despiadados, por las élites podridas que se enquistan y avasallan la estructura social, el ecosistema natural que se ha creado entre humanos.  En el Hospital Britania, alegoría de la misma Inglaterra, los trabajadores están en huelga por la admisión de un dictador africano como paciente VIP, mientras que está por inaugurarse una nueva ala del hospital, con la visita de la mismísima reina. En ese escenario de caos, Mick Travis (Malcolm McDowell), un periodista independiente, se filtra en el hospital para investigar los siniestros experimentos del Profesor Millar (Graham Crowden), el corazón de todo un sistema criminal. 

Lindsay Anderson hace uso de la naturaleza sociopolítica de la ciencia ficción para elaborar, por la vía de la farsa, de amplia tradición en Gran Bretaña, para construir un mundo delirante, en el cual que se trazan los paisajes de una tragedia extendida, de una deshumanización violenta. Mientras que las autoridades institucionales se esfuerzan obsesivamente por mantener en pie las formas de la realeza, mientras que los manifestantes se radicalizan y se agolpan en torno a este espacio que va siendo cada vez más dominado por la represión. A diferencia de las dos anteriores películas de la trilogía, Mick Travis se distancia aquí del protagonismo para convertirse en un agente solitario, que apunta a la esencia, a las profundidades simbólicas, en medio del asunto político de la represión a la huelga: el horror sistemático, fundamentalmente criminal, como un aparato de devastación completa. Probablemente, la combinación inmediata entre la ciencia ficción y la farsa no es del todo afortunada, especialmente por su tendencia a la ocurrencia en el sketch. Sin embargo, el punto que señala el mismísimo Mick Travis resulta ser todo un manifiesto si se considera las circunstancia mismas de la película, las del sistema nervioso central de una forma de vivir que está más cerca de ser una forma de morir. Una obligación de morir de aquella manera. Ahí queda como el registro fehaciente de una advertencia, o tal vez apenas de un grito no del todo articulado sobre una visión terrible. 

El viaje de Mick Travis a lo largo de quince años es el viaje de una generación con sueños aplastados, de una alienación inevitable, que a pesar de haber terminado en tanto despedazamiento, la nostalgia de la utopía es imperecedera y resiste con base en efectos constatables, que se pueden distinguir porque terminaron por crear una conciencia que no se puede dormir nunca. 

jueves, 11 de julio de 2024

El Mick Travis capitalista de ‘O Lucky Man!’ y el viaje de negocios de Lindsay Anderson


Los cineastas surgidos de las vanguardias europeas en el despegar de la segunda mitad del siglo XX no solamente hicieron de esos movimientos las escuelas que los convirtieron en artistas, sino todo un espacio de pensamiento, de reflexión extensa sobre el cine, el arte y el mundo. En el Free Cinema, derivado después en la Nueva Ola Británica, este proceso se dio consistentemente, sobre una insatisfacción furiosa que constantemente desembocaba en un espíritu esencialmente revolucionario, de reconstrucción completa de los estamentos que habían constituido una sociedad fundamentalmente conservadora. Precisamente en ‘If…’ (1968), ese flujo salvaje del Free Cinema y la Nueva Ola Británica se consolidó y finalmente floreció con tal energía que se convirtió en el inicio de otra trilogía de viaje iniciático para un personaje mítico y fundacional: Mick Travis, quien encarnaba al ser humano que se sacudía esplendoroso en medio de las ataduras múltiples de la realidad. En ‘O Lucky Man’ (1973), Mick Travis se ha insertado como obrero raso en una planta de producción de café industrial, en donde sus desempeño y lealtad a la empresa le han valido para convertirse en agente de ventas y emprender toda una campaña de expansión capitalista por toda Inglaterra. En su recorrido, Travis irá descubriendo y al mismo tiempo dejando en evidencia los vicios criminales y devastadores del capitalismo, hasta el punto de la supervivencia misma. 

En una modernidad descarnada que tiene mucho de visionaria para el primer tramo de los años setenta, Anderson lanza a su héroe mítico a un viaje por toda la Isla Británica, que bien podría ser el de un conquistador, con su portafolio, sus maletines y el descubrimiento constante de unos vicios morales extraordinarios, que surgen de una degradación máxima y que podemos apreciar gracias a una farsa siempre potente que en esta región del mundo crece con tanta avidez como si se tratara del trigo. Ese viaje lleva a Mick Travis a la deriva, quien es poseído por la ambición y embriagado por los placeres, mientras cruza los escenarios horrorosos del corporativismo más criminal, de una mafia extendida que cubre todo el escenario como una sombra verdaderamente fascista en las prácticas. Así como Mick Travis es perseguido fieramente por la represión en el modelo institucional de ‘If…’, ahora es perseguido por la paranoia del espionaje en la Guerra Fría o la maquinaria genocida que arrasa el territorio para arar el terreno de horizonte interminable para las multinacionales. La actuación irrepetible de Malcolm McDowell, como un ensayo único, encarna a un personaje distante de la racionalidad, que es arrastrado constantemente por las emociones y los instintos, con la suerte necesaria para apenas salir vivo, pero con la risa y el llanto siempre fáciles en la reacción natural. Para darle aún más la forma a este viaje de antihéroe afortunado, impresiona el fabuloso coro que nos va confrontando con una reflexión política profunda: Alan Price y su banda de rock, que en ensayos caseros van desmenuzando las vicisitudes y las frustraciones derivadas de la vida misma al interior del capitalismo. También cabe además la metaficción, con el mismísimo Lindsay Anderson, con el paso de las décadas convertido en auténtico pilar del cine británico, quien directamente moldea en el casting a su creación, a su personaje, en medio de un caos que pareciera el de antes de la creación del universo. 

Así como el Apu de Ray concentra la esencia milenaria y mística de la historia misma de las sociedades, el Antoine Doinel de Truffaut el dolor el placer de las relaciones humanas y el Robert Tucker de Davies con la marca indeleble del pasado traumático, Mick Travis (Alexander de Large en el delirio kubrickiano) encarna al ser humano moderno, el que está condenado al alambre de púas de un fascismo que se disfraza de liberal. 


jueves, 4 de julio de 2024

El Mick Travis subversivo de ‘If...’ y la guerrilla poética de Lindsay Anderson


A punto de alcanzar la década de los sesenta en Gran Bretaña, con una expansión imparable de Hollywood sobre los hombros de la cultura anglo, un grupo de jóvenes artistas: el checo Karel Reisz, la italiana Lorenza Mazzetti, Tony Richardson y Lindsay Anderson, con la inspiración y el impulso de los escritores del movimiento de los “Angry Young Men”, proclamaron el Free Cinema formalmente con un manifiesto en 1956. Este movimiento inicialmente documentalista derivaría en la llamada Nueva Ola Británica, nombrada así por su paralelismo con la Nueva Ola Francesa. Aquel movimiento especialmente contestatario, crítico de todo lo que podría considerarse institucional, transformador e incisivo en el lenguaje, resistente frente a los esquemas de las clases media y alta, heredero de la profunda ideología marxista y obrera de Inglaterra. La culminación de esa escalada emocionante y frenética se podría considerar con todos los argumentos con ‘If...’ (1968), de Lindsay Anderson, que a su vez también sería el inicio de la saga biográfica de Mick Travis: un planteamiento de estilo de vida que bien podría establecerse como paralelo con el Antoine Doinel de Truffaut. La legendaria encarnación de este personaje por parte de Malcolm McDowell bien podría permitir que la ‘Naranja Mecánica’ (1971), de Kubrick, bien podría entrar en la esfera de Travis, por el espíritu crítico y contestatario y probablemente en otro estado de percepción. Mick Travis, el hijo furioso del Robert Tucker, el mítico héroe trágico de Terence Davies, también da en la rigidez del internado escolar sus primeros pasos en la toma de conciencia y en la rebelión. 

En ‘If’, Anderson utiliza la escuela para, desde esa posición, construir completamente el mapa de la institucionalidad, de todos los órganos de control social, de las figuras de autoridad, de la castración extendida de cualquier impulso auténticamente de libertad. Mick Travis, sobre ese fondo, entra al escenario con un agente crítico, que avanza en un rumbo que no está trazado porque él mismo lo va trazando en su deriva sin causa alguna. En los detalles, en la improvisación, en la divagación como elemento de auténtica libertad, como nuevo pensamiento: uno sostenido especialmente en la imaginación, Mick Travis poco a poco va recogiendo a sus apóstoles reconvertidos, que se suman a una pasión incontrolable, que no tiene temor de entrar al terreno de la violencia. De una violencia entendida como un terremoto que va más allá de la devastación del otro, que se circunscribe mucho más a una agitación que tiene sin duda la pretensión de buscar cualquier otro orden. Anderson va vertiendo gradualmente la música y los espacios, antes casi sacrosantos, se van contaminando de una auténtica euforia invasiva, que es capaz de matar, que llega hasta las armas para arrasar con todo. Unas armas recogidad del estamento brutal de la guerra. 

La transición constante entre el blanco y negro y el color se siente como toda una actualización de ese júbilo, de esa incontrolable ansiedad por luchar desnudos, por subirse a la motocicleta y levantar los brazos para que el viento pegue en la cara. El intenso dilema que plantea Anderson es el mismo de la legitimidad de la violencia. Para llegar a las profundidades reales de esa reflexión, hace falta definir ese concepto. Y con una maravillosa provocación, Anderson las rescata de las garras de la corrección política para instalarla en el terreno vital del ímpetu. Como efecto de una indignación que, sobre el vehículo de una alegría extrema, de una poesía eufórica, es capaz de alcanzar las conquistas que requería aquella generación ya madura de la posguerra europea y que siempre necesitaría cualquier generación en la tarea de resistir a la arbitrariedad sistemática. 


jueves, 20 de junio de 2024

El experimento del tiempo en '¡Ya México no existirá más!' y la ciudad trascendida de Annalisa D. Quagliata


Cruzar la ciudad como cruzar la historia. El suelo impregnado por la vida de millones; por un tiempo que no ha cesado de dejar marcas, como las vetas que deja un río en la roca. Alguno de esos ríos que se secaron en las profundidades de la Ciudad de México. El experimento de '¡Ya México no existirá más!' (2024), de Annalisa D. Quagliata Blanco, nos instala en medio de la fricción entre la carne y la piedra, como ha sucedido siempre en ese choque violento que ha terminado por tallar los rostros, de horadar las humanidades y de manchar con sangre las inmensas estructuras, como en las pirámides de sacrificio; vehículos en los que la vida convulsiona bajo el sol y la luna. Quagliata construye la experiencia sobre el cimiento de un mundo prehispánico sanguíneo, para sobreponerle una aceleración extraordinaria: la de una hipermodernidad que agobia.

En aquellas vanguardias que abrieron brecha para encontrar nuevos caminos cinematográficos, películas como Berlín: sinfonía de una ciudad (1927), de Walter Ruttman o El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov, hicieron de la exploración de la ciudad un experimento esencial para descubrir una gran potencia del cine, como no la tiene ningún otro arte: la captura de la esencia fidedigna del vivir en el mundo, sobre esa conjugación irrepetible entre imagen,

sonido y movimiento. Desde la multiplicación de los mapas y los símbolos, en un collage intenso (que recuerda el trabajo de Vera Chytilová), hasta los trazos fugaces de las imágenes panorámicas (remembranzas del Koyaanisqatsi, 1982, de Godfrey Reggio) en '¡Ya México no existirá más!', Quagliata nos deposita en los rituales íntimos de las habitaciones, ya sea en la abstracción o en la proyección de una sexualidad vital. La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez, también halló los pasadizos del mito en el sistema circulatorio de México, que se resisten a ese frenesí de la modernidad que aliena el territorio. En la contabilidad de cada episodio, Quagliata inhala en la calle y exhala en la casa, entre lo más público y lo más íntimo, siempre tejiendo un delgado tamiz a través del cual estos mundos se infiltran y se retroalimentan. En la elaboración de la porosidad de esa frontera, aparecen las sobreimpresiones, que expresan tan fielmente en el cine la experiencia de la disociación o de la alternancia de la percepción. Ese viaje también lo ha hecho David Lynch, en Eraserhead (1977), Mulholland Drive (2001) y Inland Empire (2006), en ese recorrido de ida y vuelta entre la conciencia y el subconsciente, que en '¡Ya México no existirá más!' se traza entre lo ritual y lo tribal de una congregación: la de toda una ciudad descomunal, enraizada en un pasado tan histórico como genético. La preparación de la comida, en medio de la poesía de un contraste fotográfico en blanco y negro, acompañada de un sonido que late en la música y en la textura de un mosaico que se expresa sobre una diversidad nacida de la exposición a la vida. La histórica cineasta colombiana Marta Rodríguez, en Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981), también pasó de la dramatización al experimental y de ahí al documental, sobre la montaña más indígena de Colombia, arbitrariamente sometida a lo sistemático, a lo político de una estructura de poder que malhería la vida indígena.

En esta exploración de varias capas del territorio, pareciera natural que emerjan el agua, el viento, la tierra y el fuego como los sustentos en donde finalmente se cohesionan milenios completos de historia. Ahí Quagliata conecta a su mujer desnuda con una sexualidad que la une al territorio. Hiroshi Teshigahara, en La mujer de arena (1964), también convierte los cuerpos en extensiones de lo natural, con pieles que se someten constantemente a la lluvia, a la arena y a una luz que tiene la capacidad de integrar esa materia como parte de una sola vida, de una sola respiración, de un solo encuentro sexual. Así se perciben también las transiciones en la percepción de Henry Spencer en Eraserhead (1977), quien se escapa constantemente de una cotidianidad aplastante para refugiarse en una materia terrosa, llena de deformidades que son vistas fundamentalmente como sagradas. '¡Ya México no existirá más!' se sustenta en toda una cosmovisión prehispánica que no solamente es fértil para el crecimiento de la película, sino como el surco arado de un origen que resiste el paso violento de las ciudades en su agitación perpetua. Ahí en el fondo, la serpiente sigue reptando en el mito, en el sexo, incluso en la ritualidad de la comida, de los tamales en los que el maíz resguarda la carne de los animales. Kaneto Shindô también construyó un camino desde las profundidades hacia el exterior, por la vía de la aparición fantasmagórica, por intermediación de la bruja tradicional Onibaba (1962), una vieja hechicera que funge como médium para matar y conseguir de sus víctimas la vida que la alimenta. Ese ritual persiste para Quagliata, quien pone a girar su película sobre la columna de una mujer que se convulsiona al percibir su esencia, ávida por absorber la materia y la energía circundantes para sobrevivir.

'¡Ya México no existirá más!' aprovecha la conductividad del experimental para representar la experiencia de esa percepción usualmente separada de la conciencia, en disociaciones fílmicas que representan diferentes experiencias sensoriales que coexisten en nuestro paso por el mundo. Las transiciones, las sobreimpresiones, la disociación de imagen y sonido, la animación, la escenificación y el registro documental suman los recursos suficientes para pintar el cuadro cinematográfico completo: la Ciudad de México, esa suma interminable de mantos sobrepuestos que sostienen la existencia compleja de cada ser que la habita. El paso traumático a través de un espacio que ilumina en las convulsiones. Annalisa D. Quagliata Blanco cruza lo contemporáneo con lo antiguo. Enlaza toda la historia; las venas y las arterias de una sociedad en la que suenan carcajadas, gritos, lamentos y rugidos que surgen desde las vísceras. Un escenario en el que lo popular también es lo esencial, con mil caras de la misma herencia permeada en el territorio. En la película, la mirada es más amplia que la de la visión biológica y se extiende a la percepción, no solo al acervo de la conciencia, sino también al de la memoria y al de la imaginación. En la Ciudad de México, esa confabulación puede ser incluso inenarrable porque, más allá de la narrativa, prima la expresión, que es un vehículo infinito.

jueves, 13 de junio de 2024

La Alemania enajenada de ‘La pasión de un rey’ y la locura del poder por Luchino Visconti


Los intereses profundos de Luchino Visconti en el arte clásico no nacieron precisamente con el cine, en donde sus orígenes están mucho más arraigados al Neorrealismo. Previamente tuvo una carrera notable en el teatro, de grandes producciones, en donde adaptó una buena cantidad de ocasiones las obras clásicas del drama europeo, desde la antigüedad hasta la modernidad. En el cine, su etapa más inmediata después del Neorrealismo estuvo marcada por aquel auge autoral en el que retomó este interés y creo toda una referencia en la observación extendida de Europa, en el repaso histórico que abarcaba siglos para explicarse apenas la Segunda Guerra Mundial, apenas emergiendo del humo de las bombas. La “trilogía alemana” es el ejemplo paradigmático de ese extraordinario aporte. En el cierre, se confirma muy especialmente esta idea de personalizar la caída misma de Alemania en los personajes protagónicos de cada película. En ‘La pasión de un rey’ (1973), Visconti cuenta la historia de Ludwig, el rey Luis II de Baviera, uno de los más célebres monarcas europeos caídos en los abismos de la locura, mecenas de Richard Wagner, derrochador extremo, absoluto hedonista y trágicamente el líder de Baviera en la guerra austro-prusiana. 

Visconti emprende una larga cuesta abajo hacia los abismos. De la mano nuevamente de la interpretación también abismal de Helmut Berger, tal vez el más impresionante de sus fetiches. Para emprender esa caída, Visconti planta a Ludwig en la cima a su personaje. Altivo, caprichoso y decidido al amor, a la pasión por el arte, por la vida y por el placer en cualquiera de sus formas. En los encuentros con la Elisabeth de Austria (Romy Schneider de nuevo interpretando a la legendaria Sissi de Marischka), expone sus ansiedades, sus tensiones, hasta que se aburre en los requerimientos formales de los reyes para establecer vínculos que le den solidez a las dinastías. La admiración por la belleza de Elisabeth nunca es suficiente para reencaminar sus pasos en la formalidad que todos sus cercanos quisieran. Es la pasión del mecenazgo en la música, con valores espirituales legítimos por la belleza misma del arte, poco a poco van convenciendo al monarca en un partidario de las pasiones, de las emociones: un camino en el que finalmente irá descubriendo su homosexualidad, la naturaleza de sus pulsiones, la verdad detrás de su postura, de su interminable satisfacción con el lujo, con el boato interminable de su vida diaria. Cada vez más distante de las responsabilidades de su posición como líder político y militar en medio de la guerra, en donde no está el placer, en donde todo es oscuridad, límites, márgenes, una racionalidad castrante en lo esencial. Y entonces Ludwig va naufragando, como Gustav en la atracción incontrolable hacia la muerte en Venecia, como el Barón von Essenbeck derrotado por las disputas en ‘La caída de los Dioses’. Una caída hasta el derrumbe, hasta el fondo, hasta el fango, atravesando detalladamente toda la degradación, más allá de la muerte, hasta que no queda nada más, hasta que todo se termina, hasta que el tiempo se agota para siempre, en la carne que se pudre, el color que se pierde para siempre, hasta el punto en el cual lo único que queda es limpiar de nuevo el terreno para volver a sembrar una semilla que probablemente nunca va a poder deshacerse de su propia sangre, de su herencia envenenada. 

El desentrañamiento de Alemania que hace Visconti en esta trilogía se da cuando apenas aquel país podía, dos décadas después, levantar la vista y mirar hacia atrás, después del avasallamiento moral y humano que implicó la Segunda Guerra Mundial. Desde el territorio mismo de la cultura europea, pareciera ser que Luchino Visconti nos dice que el abismo más horroroso no está instalado enfrente, sino adentro de la humanidad.  


jueves, 6 de junio de 2024

La Alemania agonizante de ‘Muerte en Venecia’ y el ángel de la muerte por Luchino Visconti


En el despliegue extraordinario de Luchino Visconti; en esa expansión esplendorosa de virtudes, con ese arraigo en el clasicismo grecolatino más identificable, tal vez no exista una pieza más sumergida en el misterio que ‘Muerte en Venecia’ (1971), la segunda película de su “trilogía alemana”, basada en la novela homónima del gigantesco Thomas Mann. En la observación transversal de la Alemania de la posguerra, con el ojo clásico y siempre incisivo de Visconti, en la búsqueda de las resonancias de aquellas circunstancias en el tiempo, ‘Muerte en Venecia’ trajo a la modernidad del cine una aportación invaluable desde el clasicismo del arte europeo, cruzando los siglos con la música y el drama. Incluso en la pintura, en la escultura, en la estética, en la búsqueda atormentada de aquella perfección sobrenatural. ‘Muerte en Venecia’ cuenta la historia del compositor alemán Gustav von Aschenbach (con una interpretación pasional y casi estertórea de Dirk Bogarde), quien sufre una depresión profunda y en el retiro al descanso terapéutico en Venecia, en el lujoso Hotel Lido, se encuentra con Tadzio (Björn Andrésen), un efebo polaco que lo obsesiona febrilmente y convierte todas las cuestiones de su arte, su familia y su pasado en un huracán que crece hasta hacerse en la práctica insoportable. Mortal en todos los escenarios.

La forma a la que recurre Visconti es a la que en la cinematografía sería la considerable para las inmensas agitaciones de los mitos grecolatinos. Los acercamientos que de repente enmarcan esa emoción convulsa de Alfred. La percepción de la inquietud interminable de la atracción insoportable, del amor romántico más venenoso. Y del otro lado, la auténtica construcción de una estatua, de un efebo tormentoso encarnado en Tadzio, quien devuelve la mirada con desenfado, en un reto audaz, mientras que en su pequeño grupo social se levanta como un príncipe dominante. En el delirio de su pasión fresca, Gustav es azotado por una obsesión en el que toda su alma se compromete. Su alma como artista, como hombre, como ser humano, incluso como ciudadano. Visconti nos pone a seguirlo en sus derrumbes, en sus incorporaciones, en su caminar sobre la cuerda floja, en el borde del crimen, y por los pequeños resquicios se mete de repente la conciencia, la atención, y entonces Alfred nota que el entorno se derrumba, que la peste avanza y fumiga uno a uno a quienes se atreven a no escapar de ella. Pero las fuerzas flaquean y poco a poco la figura de Tadzio se va perdiendo en el resplandor del horizonte, mientras que Alfred agota los pasos que pueda dar para seguirlo. Ese ángel de la muerte que lo ha llevado hasta su último suspiro. 

El despliegue de Visconti en el arte clásico, en su reflexión extendida sobre la inmensa historia cultural de Alemania, todavía en la deriva del inmenso estigma que cargaron tras la Segunda Guerra, se refiere muy oportunamente a la transición derivada de los años sesenta, en la que también era usual que se explorara en esos pasados extensos para encontrar a fin de cuentas la esencia de los países, de las naciones, como lo es de las personas. Aquel paso del tiempo que lanzaba a Gustav a las garras de la peste tenía la misma cara de aquel que lanzó a Alemania a unos horrores de los cuales partió Visconti en ‘La caída de los dioses’, los de la deshumanización y la tragedia. En ‘Muerte en Venecia’, un amor envenenado, como el de las figuras que se asemejan a la divinidad, lanza a la gloria alemana, la de un artista sublimado, a la caída solitaria en el delirio de la muerte.

jueves, 30 de mayo de 2024

La Alemania cómplice de ‘La caída de los dioses’ y la devastación nazi por Luchino Visconti


En las canteras del Neorrealismo, la primera vanguardia cinematográfica de posguerra tras la Segunda Guerra Mundial, no solamente empezó el avance histórico de la contracultura cinematográfica con respecto a Hollywood, sino que se gestaron algunos de los autores más destacados del cine europeo en el corazón del siglo XX. Como Fellini y Antonioni, Luchino Visconti también nació para el cine en la escuela neorrealista, con la diferencia de que inmediatamente fue uno de los grandes maestros de aquella corriente histórica del arte. Clásicos como ‘La tierra tiembla’ (1948) y ‘Bellísima’ (1951) le dieron consistencia, expansión y popularidad al Neorrealismo en lo esencial. Y en la transición hacia la independencia de los autores italianos, en la década de los 60, Visconti dejó inmediatamente nuevas obras de referencia para el cine europeo en el albor de la contracultura, como lo siguen siendo ‘Rocco y sus hermanos’ (1960), ‘El Gatopardo’ (1963) y ‘El Extranjero’ (1967), en las cuales Visconti hacía una exploración tan histórica como profunda del pasado e Italia, sobre los hombros firmes del Neorrealismo. Con todo este inmenso antecedente, Visconti emprendería el último tramo de su vida y de su filmografía con la “trilogía de Alemania”, en cuyo necesario replanteamiento histórico, que poco a poco recorrían otros cineastas más jóvenes y de la misma Alemania como Fassbinder, el histórico cineasta italiano encontró un caldo de cultivo para liberar demonios, pasiones y convulsiones propias de la confrontación de aquella Europa de mitad de siglo consigo misma. La primera entrega del tríptico alemán de Visconti fue ‘La caída de los dioses’ (1969), un estudio de la aristocracia industrial alemana, entregada a los negocios cómplices con el régimen nazi y derivada en la degradación más profunda de su propia humanidad. 

El ascenso y posterior encumbramiento del régimen nazi en Alemania ha sido un tema constante en el cine europeo, incluso antes de que se consolidara en los hechos, como lo advertía siempre de forma subrepticia el Expresionismo Alemán, y como lo extendió Fritz Lang más allá de lo histórico hasta lo filosófico, en su trilogía del Doctor Mabuse. Visconti, heredero de la multiplicidad de artes europeas, desde el teatro hasta la música, pasando por la ópera e incluso la pintura, elaboró en ‘La caída de los dioses’ el retrato multitudinario y escandaloso de una sociedad depravada, delirante en su hundimiento; en el naufragio de todas sus pompas de lujo y exceso. Los nazis, en el deleite de sus crímenes infernales, en la muerte, contagian en la película de Visconti a una aristocracia que adolece de principios para defenderse mínimamente de una violencia conceptual completa, que no solo le compete a lo físico, sino también a lo emocional, que se sustenta en la imposición brutal de todo tipo de fuerzas por parte de un régimen devastador. La cámara de Visconti esencialmente vuela por los grandes salones, se concentra en los rostros compungidos y se infiltra en las intimidades perversas. Se pasea observante del delirio melancólico de puñados de almas perdidas, que a fin de cuentas, necesitan sacar de adentro sus monstruos: aquellos incluso nobles y vilmente castrados por la infamia, como los de la homosexualidad largamente reprimida (que el mismo Visconti reivindicó mil veces) o esos tan oscuros que son también ciegos, que avanzan como fantasmas sombríos, como la pedofilia y el incesto. 

Pocos en la historia han dirigido a los actores como Visconti y especialmente en ‘La caída de los dioses’ el eje impresionante y desgarrado que construye en torno a Helmut Griem (su amante por ese entonces) y la por sí misma siempre espectacular Ingrid Thulin (musa eterna de Bergman), desemboca en todo un sistema solar con dos soles. Una exhibición de evoluciones, destrezas, destellos e interacciones milagrosas. 


jueves, 16 de mayo de 2024

La Calcuta subversiva de ‘El guerrillero’ y la discusión de izquierdas de Mrinal Sen


Impulsado por un cine cada vez más incisivo en lo político, Mrinal Sen habría de cerrar su extraordinaria “trilogía de Calcuta” con ‘El guerrillero’ (1973), en la cual hace de la capital bengalí el modelo de una reflexión multipolar, en la cual la política incide directamente en la vida de las personas, de forma directa, cruzando el extenso terreno de lo social. Ya con un estilo consolidado y unos recursos expresivos plenamente dominados, que abarcarían la ficción, el documental y el experimental. Después de trazar con las dos películas anteriores un amplio mapa sobre las circunstancias mismas de la sociedad de Calcuta, atravesada por los vestigios culturales del colonialismo y la laceración misma de la hambruna, finalmente Sen aterriza en la lucha armada, en el la estructura de las guerrillas urbanas, enraizada y camuflada en medio de la sociedad, de la población mayoritaria. En ‘El guerrillero’, relata la experiencia de un activista (Dhritiman Chatterjee) afiliado a la guerrilla urbana que escapa de la prisión para ser refugiado por su grupo en un departamento que le ha sido facilitado por una joven mujer (Simi Garewal) de la cual sabrá más progresivamente. Y entonces el encierro, la convivencia y la simple conversación le hacen contemplar un panorama inabarcable de reivindicaciones, mucho más amplio del que la guerrilla misma había considerado en un principio. 

El cine de Sen, especialmente en la “trilogía de Calcuta”, es vertiginoso, inagotable, tanto en las emociones como en el pensamiento. En ‘El guerrillero’, el motor de esa velocidad intelectual y profundamente sensible es el de la toma de conciencia, el de las revelaciones que transforman las ideas, que las renuevan. Por la misma premisa del encierro, la reflexión de Sen tiene mucho de lo que surge de la situación del náufrago, de la ansiedad que empieza a crecer hasta que surge un bálsamo, una contra que viene por la de una mujer que se hace presente con otra evolución de su energía misma. Que contagia un sentimiento que en lo profundo es melancólico y que se va desentrañando frente a los ojos mismos de este joven entusiasta, que se ha enfrentado a todos los valores tradicionales y las injusticias que creía que existían. Sen no deja por fuera una tensión sexual que es capaz de domar por momentos la impulsividad del revolucionario, para que entre a un estado de auténtica contemplación que permite precisamente eso: contemplar. Contemplar todo lo que está desajustado, todo lo que está deshecho por la injusticia. Para observar a una mujer que ha tenido que ocultar su propia naturaleza para integrarse a un mundo hostil. Lo que descubre el joven revolucionario es que la reivindicación no es solamente la de la clase y la étnica, esta última urgente por una herida colonial permanente (como lo dejó entrever en ‘Entrevista’). Con la perspectiva de un verdadero visionario, Mrinal Sen fue capaz de observar la interseccionalidad de las reivindicaciones. De comprender, más cincuenta años atrás, que ninguna reivindicación iba a conquistarse si no se conquistaban todas las demás. Que cada una de ellas depende de la conquista de la otra. 

La vía que encuentra Sen para esta revelación proverbial tiene el aspecto del mito, de la aparición en la mitología hindú. La de una mujer, una auténtica deidad, que señala definitivamente un camino, y le hace comprender que no solo su vida sino todas las vidas son interdependientes, y que la injusticia tiene tantas forma de acabar la vida como puede llegar a considerarse. Es una ocasión extraordinaria para regresar a la “trilogía de Calcuta”. Para leer las películas de Sen como quien lee las profecía de una escritura que emerge de una cultura milenaria. 


jueves, 9 de mayo de 2024

La Calcuta colapsada de ‘Calcuta 71’ y la crítica estructural de Mrinal Sen


Sin perder el impulso de los tiempos tan convulsionados de inicios de los setenta (también en la India) Mrinal Sen continuó de inmediato con la siguiente entrega de su ahora absolutamente referencial “trilogía de Calcuta”. Sen recoge las circunstancias críticas que recogió Calcuta desde la mismísima Segunda Guerra Mundial y la larga transición al postcolonialismo, incluyendo una hambruna prolongada y aguda. Con ‘Calcuta 71’ (1972), el histórico director indio cierra la historia de ‘Entrevista’ (1971) con la puesta brechtiana de un juicio directamente en los linderos con el absurdo, en un juicio esencialmente de ciencia ficción, y luego despliega un extraordinario ejercicio en el cortometraje que evoca inmediatamente el ‘Paisà’ (1946) de Roberto Rossellini, trazando el mapa completo de toda una circunstancia nacional, en este caso, atravesando cada una de las clases sociales, desde los fondos más profundos de la pauperización, pasando por la angustia de las clases medias que miran al abismo y culminando en el desdén criminal de un liberalismo que en los hechos no se distancia del fascismo. En esa auténtica travesía cinematográfica; gracias a esa crítica estructural, Mrinal Sen termina por construir un documento cinematográfico sustentado en el vigor característico de un auténtico explorador de la forma cinematográfica. 

Sen es capaz de hacer simultáneamente todo un monumento a la cultura social misma de India, con el centro modélico de Calcuta, la observación supremamente consciente de un indio político que se concentra en su país, y un ejercicio cinematográfico que tiene el instinto propio de quien reconoce lo cinematográfico en el aire, en cualquier esquina. De quien sabe que la cámara va a ser capaz de interpretar su sensibilidad con precisión. La mirada de Sen repara en los detalles de las habitaciones melancólicas de la pobreza y también en el espacio desangelado de los salones de fiesta de las élites. También transcurre la ira, la violencia, las ganas de destripar la necesidad, la fiebre, el encono colectivo por las injusticias y los jóvenes que aniquilan la solemnidad que supuestamente deberían tenerle a los mayores, aquellos mayores que no pudieron abastecerles de lo necesario para no contener las goteras en el techo, para que las mujeres no tengan que perder la dignidad, para no tener que sumarse al mercado volátil de los trenes, en esa aceleración de las emociones que nunca para, que están impulsadas siempre violentamente por la indignación y por los instintos más estertóreos de la supervivencia misma. 

En ‘Calcuta 71’, con un título que parece el espíritu de una foto, de una talla perenne en la piedra, es un fresco pictórico y también una sinfonía episódica que a fin de cuentas está enraizada en la misma historia de su tiempo, en esa foto instantánea que está arraigada profundamente en una cultura milenaria, en el cual estos miles de rostros indios que se repiten, entre la vitalidad de la ficción y la muerte misma del hambre, relatan un cantar histórico a una sola voz. Pero lo mejor de todo es que esa expresión absolutamente transparente en lo emocional también resuena en la realidad diaria de cada otra región diferente a la hegemonía, de todos esos territorios que han sido colonizados y que están sometidos al arbitrio de un sistema impuesto unilateralmente para quienes han tenido formas de vida funcionales que han existido por siempre. Esa libertad es la que es perseguida y asesinada violentamente en la huida misma, en las balas que caen sobre el estudiante que tiene las pretensiones de escapar de ese marco cultural, social y político completamente ajeno en lo esencial. Esa base desde la cual Mrinal Sen sostiene la inmensa obra de arte de su película resulta ejemplar para quien quiere excavar hacia el fondo de su propia cultura en su relación con el mundo cruel y estricto. 


jueves, 2 de mayo de 2024

La Calcuta coartada de ‘Entrevista’ y la conciencia decolonial de Mrinal Sen


El cine de Asia del Sur, atravesado por una de las civilizaciones más antiguas en la historia de la humanidad, ha conseguido convertirse de formas diversas en la representación permanente del mundo moderno, atravesado frecuentemente por la historia misma del colonialismo y por las inequidades dolorosas en sociedades densas y vivas, asentadas en territorios gigantescos. En una vía paralela a la del descomunal Satyajit Ray, avanzó con una filmografía tan decididamente política como osada el gran Mrinal Sen, uno de los autores más conscientes que atravesaron el siglo XX en el fresco hipnótico del cine no hegemónico. Una de las grandes gestas de Sen es la célebre trilogía de Calcuta, en la cual se instala en una de las urbes más antiguas del mundo para dibujar el paisaje de los efectos de las agitaciones revolucionarias en el mundo en los entusiastas albores de la década de los setenta. El tríptico de Mrinal Sen sobre Calcuta inicia con ‘Entrevista’ (1971), la auténtica aventura de Ranjit (Ranjit Mallick), un joven indio que busca ansiosamente un traje de saco y corbata para presentarse formalmente a una entrevista de trabajo muy prometedora que un familiar distante le ha conseguido. Desde esta anécdota específica y considerablemente comprensible en lo universal, Mrinal Sen empieza a dotar de luz con su amplia conciencia social una situación que revela el inmenso absurdo de las imposiciones más silenciosas y al mismo tiempo las más extendidas. 

Sen establece prontamente un escenario identificable: el de la familia, en medio del trabajo, de la ciudad, de una comunidad que se activa ante la promesa de un empleo de calidad para el príncipe, para el orgullo y al mismo tiempo la esperanza de la familia y, de paso, también de la sociedad. En la instalación de su premisa, que no solo es la premisa de su historia, sino también la de la sociedad entera, el director apela a un realismo que raya en lo clásico, que respira en el fondo de modelos cinematográficos bien establecidos por el neorrealismo italiano, con una comunidad resistente como red de apoyo en la adversidad. De repente, en esta obligación extraordinaria de no dejar pasar esta gran oportunidad de empleo en el mundo capitalista y previsiblemente corporativo, Sen cuenta con la intuición y los recursos para estallar su cine en la aceleración, en una angustia de su personaje que cada vez se divisa más desde la distancia. En ese ejercicio, el descarrilamiento de su realismo permite una experiencia completamente didáctica, en los terrenos de lo brechtiano, con una metaficción inteligente que se complementa con una recursividad llena de vida: inserciones de documental, material de archivo, inserciones de texto y más. Esta colectividad, que habla de una resistencia política evidente, en la que la vida misma de Ranjit, concentrada como modelo en la anécdota específica, se ve atravesada por esa sacudida colectiva frente a la imposición, poco a poco empieza a transitar a un ámbito mucho más individual, no solo hacia lo privado sino hasta lo íntimo, en donde Sen expresa con fuerza, casi como un grito, que la política sin duda atraviesa la humanidad, la existencia, las emociones más profundas. 

Todo esto resulta extraordinario como observación crítica pues no se refiere a lo más evidente como lo sería un fascismo explícito que es fácil de identificar en cualquier ámbito cultural. Sen se refiere a una construcción silenciosa que cabalga en el lomo del liberalismo, ese pensamiento que se sustenta teóricamente en la libertad. Claro, en una libertad dictada, que en el plazo extendido también coarta, asfixia, impone y secuestra cualquier otro tipo de expresión humana. Así es como la caída verídica de las estatuas que idolatran a los colonizadores sangrientos debería ser la inspiración para derribar los maniquíes de los roles sociales de la hegemonía eurocéntrica. 


jueves, 25 de abril de 2024

La fantasía urbana de ‘El globo rojo’ y la magia infantil de Albert Lamorisse


En la observación retrospectiva de la historia del cine y su desarrollo natural como arte transversal en la extensión humana del siglo XX, surge como forma esencial el cortometraje, una expresión fundamental y consecuente con la experimentación, que resultó extraordinariamente eficiente también en el desarrollo mismo del lenguaje cinematográfico, de la naturaleza profunda de la imagen en movimiento. En esa cocción específica de pequeños y reveladores experimentos, el cine surgió en una alquimia natural que sirvió para que se demostrara a sí mismo sus amplísimos alcances. Más allá de ese origen fundacional, el cortometraje se ha mantenido como un formato sólido, que sigue siendo una alternativa funcional y valiosa para quienes se adentran en el oficio y el aprendizaje cinematográficos. Y por sí solo, se ha convertido en toda una fuente de auténticas obras históricas, como es el caso de ‘El globo rojo’ (1956), del director parisino Albert Lamorisse, quien establece una relación tan misteriosa como mágica entre un pequeño niño y un inmenso globo rojo, mientras atraviesa las calles históricas de una París que poco a poco se fue volviendo un recuerdo. 

En ‘El globo rojo’, Lamorisse construye una simbiosis misteriosa entre el niño y el globo, en una interacción que no está determinada en sus causas pero que se puede aceptar muy fácilmente en el código de lo fantástico y más especialmente en el propio reconocimiento del pensamiento infantil; en la memoria de nuestro propio pensamiento infantil. Existe una observación seria y profunda sobre la belleza, en el descubrimiento de mundo, sobre los objetos, y en la película esa observación se va dando naturalmente para el espectador también sobre la ciudad. Una ciudad que muchas veces el cine ha recorrido sobre los hombros históricos de realismo poético francés, en un viaje guiado por la mirada de grandes artistas como lo fueron Jean Renoir, René Clair o Jean Vigó, quienes sin duda establecieron esta apreciación poética sobre el mundo urbano de Francia. Una herencia que no solamente recogió Lamorisse, sino también Jacques Tati, entre otros. En la travesía de Pascal (Pascal Lamorisse, el hijo del director), constantemente nuestros ojos están posicionados en una perspectiva de auténtico privilegio sobre una ciudad que se percibe transformada por la gente misma, impactada además por una transformación inminente. Los niños, incluido el mismo Pascal en su aventura de ensoñación amorosa con su inmenso globo rojo y encantado, están integrados orgánicamente a ese paisaje, a ese escenario previo a un mundo mucho más homogéneo en las siguientes décadas. En los últimos instantes de un tejido naturalista en medio de la ciudad. 

Por supuesto, la película nos invita constantemente a observar desde una distancia que se da inevitable por el tiempo, por la edad, sobre esa infancia que es también nuestra propia infancia. Una memoria que se concentra muy especialmente en nuestra propia fascinación por a simpleza, por el brillo, por los colores, por la magia real, la que no emerge naturalmente de la esencia de las cosas. Ese tipo de pensamiento, que atraviesa el descubrimiento constante de la infancia, genera una conexión que constantemente es espiritual, y que en ‘El globo rojo’ está vinculada con la particularidad de la levedad, como lo razonaría con profundidad Ítalo Calvino. La magia infantil, esa mirada contemplativa y esencial que puede tener el cine, sobre la levedad y las formas, que también exploró Chaplin en la oficina misma de su dictador satírico, en una evasión de su tiranía en la oficina. El cuadro que compone Lamorisse constantemente, contrasta lo humano, en lo más íntimo de la fascinación, con el escenario social, el colectivo, a fin de cuentas como un espacio de auténtica resistencia emocional, directamente desde la imaginación.