La violencia trascendente de la trilogía de la crueldad, de Maryse Sistach y José Buil, que retrata en muchos escenarios diferentes las incidencias violentas y dolorosas de una sociedad crítica, cerró su discurso fuera del marco urbano, en las distancias considerables del mundo rural, en donde todo es igual pero todo es diferente. Donde la sociedad gira en torno a necesidades diferentes, pero impulsada por unas pulsiones que son las mismas de un instinto fundamentalmente inevitable. La película del cierre es ‘La niña en la piedra’ (2006), que reúne en la dirección a la pareja Systach-Buil, que había dirigido cada uno alguna de las dos películas anteriores de la trilogía. Esta tercera entrega la historia se centra en Gabino (Gabino Rodríguez), un joven crecido en la secundaria, quien por una parte encuentra una pieza prehispánica en el pantano junto a su padre Amadeo (Silverio Palacios) y por otra parte intenta incansablemente conquistar a su compañera Mati (Sofía Espinosa), ya de cabeza en el acoso, mientras lidia con la presión violenta de su riesgoso grupo de compañeros matoneadores y violentos, encabezados por Delfino (Ricardo Polanco), quien está en las puertas de adentrarse en el abismo del narcotráfico. En ese caldo de cultivo poco a poco va creciendo la maraña de la tragedia en este entorno agreste.
Systach y Buil cuidan muy delicadamente la transversalidad de su trilogía, permeada por la violencia, especialmente hacia las mujeres, y por jóvenes inmersos en un conflicto social siempre estructural, en el abandono absoluto, con la única herramienta de su escasa experiencia, de una intuición aún desprovista de criterio, sometidos a la fuerza violenta de una naturaleza humana que los arrastra a cada instante. En medio de la densidad de este territorio, muchas veces la vista se hace nublada, se cubre del velo de una ignorancia contrastada por unos deseos especialmente violentos, desde la sexualidad hasta el posicionamiento en un grupo esencialmente silvestre. Por momentos viene a la menta ‘La Ciénaga’, el ya clásico latinoamericano extraordinario y lacerante de Lucrecia Martel, que también flota en ese aire venenoso, que termina por nublar la razón, hasta llevar a los protagonistas a una locura incontenible, que multiplica los errores trágicos en medio de la noche y las aguas estancadas y dolorosas. Nuevamente se percibe una sociedad múltiple, pero inconexa, atravesada por una lucha violenta por sobrevivir en ese entorno, lleno de retos psicológicos y de la necesidad constante de conservar mínimamente la dignidad. Gabino parece un niño constantemente embotado, distraído, repleto de asombros, a pesar de parecer algo mayor que sus compañeros, y la obsesión profunda que cría dentro de él, con respecto a Mati, poco a poco lo va impulsando a convertirse en un monstruo, en un depredador, desde la absoluta incapacidad de imaginarse una vida sin esa mujer, desde la incapacidad absoluta de comprender la negativa y el rechazo. Una incapacidad que es como una tara, como el mal que se cuece en sus entrañas.
Todo el escenario de ‘La niña en la piedra’ es como un ecosistema que ha crecido sin ningún fin, como la maleza. En el fondo es igual que ‘Perfume de violetas’ y ‘Manos libres’, en cuanto a que respiran siempre por heridas dolorosas que siempre se sienten factibles en cualquier esquina, en cualquier punto, especialmente en México y muy probablemente en toda Latinoamérica. Desde esa perspectiva, crecen auténticas tragedias en las que mueren jóvenes cubiertos por el ensueño, en la violencia, que desde su muerte se proyectan esencialmente como nuevos santos porque tienen una moraleja; por una leyenda que se erige para hacerse idealmente didáctica.