La ascendencia de John Ford sobre el western fue tal que prácticamente definió las convenciones del género al interior del sistema hollywoodense y, de paso, también terminó por redactar la historia fundacional de un país extraviado en las definiciones sobre sí mismo. La trilogía de la caballería de Ford es parte esencial de un relato que se montó sobre la inmensa silla de montar de Hollywood, con el objeto de construir una memoria específica sobre la cual edificar el mito del gigantesco imperio del siglo XX. Sin embargo, los mitos también dejan entrever la esencia de inmensas penas o de gigantescos crímenes, todo ello atravesado por una complejidad propia de una condición humana que en las adversidades de la violencia se nutre de unas emociones siempre intensas. Tras la profunda distancia que había alcanzado con ‘Fort Apache’ y ‘She wore a yellow ribbon’, en el trazado de la caballería como fuerza colonial y aún conquistadora de un extenso territorio, Ford cerró el tríptico con ‘Río Grande’ (1950), en donde culmina la exploración de esta estructura con una revisión de los avatares propios del orden marcial y del dolor inevitable de la violencia en una guerra esencialmente de exterminio contra las bravas tribus indígenas de las extensiones norteamericanas. El teniente coronel Kirby Yorke (otra vez John Wayne) está esperando intensamente la autorización para cruzar la indomable frontera entre Estados Unidos y México para cazar las beligerantes tribus apaches, mientras en esa espera se presenta frente a él su hijo Jeff Yorke (Claude Jarman Jr.), quien carga consigo la derrota en otro fuerte. Detrás del joven llega la señora Kathleen Yorke (Maureen O’Hara), dispuesta a sacar a su hijo de ese contexto y confrontándose con su esposo por las diferencias frente al anquilosamiento del régimen de la caballería. En ese contexto, las urgencias de la violencia misma se confronta con el amor y las tareas derivan en una observación siempre melancólica sobre las tareas y las obligaciones.
En ‘Río Grande’, Ford elabora especialmente un tono melancólico extenso, en toda una colección de instantes en los cuales se respira una esencia incluso trascendente en los escenarios desérticos, desde las simples canciones que anhelan o que evocan hasta la observación abismal de la muerte, pasando por la sensación de ese inmenso peso que recae en la obligación patriótica de arriesgar la vida en la confrontación misma de la guerra. Las ya instaladas postales de Monument Valley están permeadas por un blanco y negro más oscuro y menos contrastado, en donde se siente el agotamiento, el desgaste de una tarea realizada mil veces, de un tiempo que transcurre ya con el peso de una muerte cada vez más frecuente, entre los jinetes de la caballería y los de las bravas tribus indígenas. En medio está situada la familia Yorke, que internamente parece preguntarse cada vez más sobre las prioridades, aquellas determinadas especialmente por el amor, por los vínculos profundos de los afectos filiales. Con un Wayne especialmente contemplativo, Ford deja ver esta vez al cowboy institucional de la caballería mucho menos convencido de los objetivos de su tarea y en el dilema construido en oposición con el bienestar de su familia. Es a fin de cuentas el resquebrajamiento propio del soldado que termina por tomar conciencia de una profunda inutilidad en su tarea, algo que sucede en todas las épocas y los contextos. Sin embargo, el elemento mismo de la familia, en lugar de plantear aquella ruptura del teniente coronel con sus tareas, termina a fin de cuentas por reforzar la misma esencia del mito fundacional del western, en donde suele habitar tradicionalmente la idea conservadora de la patria y la familia.
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