La trilogía de la caballería de John Ford es una pieza fundamental en el relato fundacional que Estados Unidos ha tenido que contarse a sí mismo reiteradamente para construir su identidad en un país esencialmente construido por migrantes. Desde la inmensa influencia sociocultural de Hollywood, el imaginario del Oeste como escenario de la fundación de Estados Unidos tuvo en Ford un elemento clave para la consolidación de esa narrativa. Después de ‘Fort Apache’ (1948), en su disertación sobre la caballería, la fuerza armada colonialista que ocupó el territorio para consolidar al país, John Ford se decidió por el color para pintar un auténtico fresco sobre el célebre Monument Valley, de la mano del fotógrafo Winton C. Hoch, poniendo en el centro a Nathan Brittles (John Wayne), un capitán de caballería que está a un paso del retiro, cuando es designado directamente para repeler una arremetida de los Cheyenne en la región. Brittles, repleto de mecánicas en su tarea, con la experiencia simple del tiempo y una parte de amargura por la falta de reconocimiento, tiene entonces la oportunidad para ser finalmente el héroe que siempre pretendió ser.
La segunda entrega de la saga de la caballería fordiana es especialmente conservadora en la defensa de los valores tradicionales del orden marcial, en un reclamo permanente por el reconocimiento para quienes estuvieron al frente en el campo de batalla, por su estatus de héroes. Esta aproximación ya se había construido en ‘Fort Apache’, pero aquí se eleva decididamente al nivel de demanda histórica. También se construye una distancia incluso crítica con los indígenas, quienes son ahora mucho más brutales, conservando sin embargo el margen para que exista la negociación política en medio de la guerra. Esta exacerbación insistente de Ford es tan notoria que está al borde de desligarse de lo institucional, como un alegato reaccionario decididamente, y apenas sobre el final, como si las advertencias hubieran sido atendidas, el mítico vaquero de Wayne, aquí el capitán de caballería, vuelve al cauce del orden. Aquí, Ford se lanza más decididamente al campo de batalla y los caballos veloces, barridos en la pantalla, tienen como fondo un escenario deslumbrante: el del naranja vibrante de Monument Valley, con los ahora célebres horizontes fordianos, y la luz que avanza extraordinaria trazando cada uno de los instantes del día, cruzando los amaneceres, el cénit y los ocasos. Un escenario extenso, colmado de una atmósfera trascendente, como las riberas del Nilo o las del Ganges. Como aquel en el que se representaron las tragedias, las comedias, las farsas, los melodramas y las epopeyas de las Antigua Grecia. Como aquellos territorios donde revivieron las máscaras en el cine de Fellini, que nuevamente hizo desérticas las plazas por las cuales cruzó toda Roma. En esas pretensiones de Estados Unidos, a través de la mirada potente de Ford, surge el desierto muy especialmente en ‘She wore a yellow ribbon’, con el romance siempre en el centro, pero con una agitación permanente y violenta, en una conquista esencialmente sangrienta.
En el punto de máximo encumbramiento de Estados Unidos, tras la pesca abundante en lo geopolítico y económico después de la Segunda Guerra Mundial, en el vestíbulo de la Guerra Fría, Ford trazaba con las dos primeras películas de su trilogía de la caballería todo un manifiesto cinematográfico, desde el cowboy hasta el western completo, desde el relato fundacional hasta el relato institucional, en la elaboración de una identidad dispersa, concentrada ahora en una élite específica, especialmente útil para la penetración cultural que Hollywood estaba por emprender en cada rincón del mundo, como industria y como herramienta ideológica extensa.
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