jueves, 26 de octubre de 2017

La melancolía de ‘En este rincón del mundo’ y la sensibilidad de Sunao Katabuchi


La animación japonesa es sin duda uno de los fenómenos cinematográficos más destacados del mundo cinematográfico durante los más recientes cuarenta años, aproximadamente. Por supuesto, Hayao Miyazaki ha sido uno de los máximos exponentes de la escuela japonesa, pero el anime y el manga japoneses tienen una tradición mucho más extensa que está vinculada con la cultura misma del Japón, así que se extiende mucho más atrás en el tiempo y fuera de los legendarios estudios Ghibli. Es un fenómeno artístico que incluso está vinculado con la pintura y el teatro, sin mencionar la evidente y trascendental historia del cine japonés. En conclusión, ha sabido integrarse de forma armónica en la cultura japonesa misma. Unos de los ánimes más destacados de los últimos años es ‘En este rincón del mundo’ (Kono sekai no katasumi ni), de Sunao Katabuchi, ganadora en 2016 del Premio del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy, el más importante de animación en todo el mundo. 

‘En este rincón del mundo’ está basada en el manga homónimo de Fumiyo Kono y cuenta la historia de Suzu, una joven de 18 años, habitante Hiroshima, que vive una vida idílica con su familia y sus ensoñaciones pictóricas, en compañía de su familia, sin más requerimientos que su propia libertad en este contexto. La felicidad en su vida no termina cuando tiene que irse a Kure por un compromiso matrimonial con Shuzaku, un joven trabajador de la base naval. La familia política la acoge como si siempre hubiera sido parte de ellos y entabla además una relación especial con Harumi, una pequeña niña de seis años que comparte naturalmente la afición de Suzu por el dibujo, los colores, las flores, el cielo, los panoramas y las perspectivas. La Segunda Guerra Mundial se está desarrollando y las implicaciones se fusionan casi automáticamente con la cotidianidad. Sin embargo, el monstruo crece gradualmente y es inevitable que llegue un día en el que la muerte toque a la puerta. 

La película de Katabuchi nos sumerge rápidamente en la mirada entrañable de Suzu, esta joven que no para de transportarse en su perspectiva especialmente pictórica del mundo. La imaginación se integra constantemente con su propia conciencia e incluso con sus sueños, poniéndonos siempre en la mejor posición para comprender y apropiarnos de su propia existencia. Los colores rememoran de forma especial una época y no existen diferenciaciones en su mirada sobre el mundo, siempre encontrando la poesía en todo lo que la rodea. Estamos refiriéndonos a un contexto que pertenece a un capítulo bien conocido de la historia universal y específicamente de la Segunda Guerra Mundial: la bomba atómica, que fue especialmente cruel con Hiroshima, una de las ciudades fundamentales en esta historia. El director tiene un sentido especial del registro, desde el que hace la misma Suzu dibujando lo que pasa por su aguda percepción, hasta el de las fechas que van transcurriendo, lo cual crea un suspenso implacable para quienes saben que en 1945 terminó la guerra y una de las razones fue la desastrosa y trágica bomba lanzada por los estadounidenses sobre la población japonesa. Sabemos que nos acercamos a la fatalidad, mientras que los personajes viven considerablemente inconscientes de su real vulnerabilidad. 

‘En este rincón del mundo’ se percibe constantemente como una obra trascendental, que nos está enfrentando a un escenario humano de grandes dimensiones históricas y filosóficas. Estamos sujetos durante toda la experiencia a sensaciones que evolucionan a sentimientos de forma fluctuante. Apreciar este contexto tan identificable desde una perspectiva particularmente sensible nos permite visualizar aristas que no suelen ser consideradas por un espectador externo. Nos invita a reflexionar alrededor del dolor, de la tragedia. De la miseria misma que conllevan las pérdidas. El horror. 

viernes, 20 de octubre de 2017

La mirada prodigiosa de Béla Tarr y la integralidad de 'Armonías de Werckmeister'

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El húngaro Béla Tarr es una de las figuras más importantes del cine europeo en los últimos cuarenta años. Para muchos, es el heredero, al menos estilístico, del trascendental Andrei Tarkovsky. Una de las películas más importantes de Tarr se dio en los albores de este siglo y se titula 'Armonías de Werckmeister'. Después de conmocionar al mundo con la catedralicia 'Satantango' (1994), nuevamente le regaló al mundo una auténtica obra maestra, como lo es esta película, en donde codirige por primera vez con Ágnes Hranitzky, su esposa y además editora de la gran mayoría de su obra, desde los inicios. 'Armonías de Werckmeister' nos pone en la perspectiva de János (Lars Rudolph), un entrañable joven que vive en un pueblo cualquiera en las profundidades de Hungría, sumido en la niebla, la melancolía y la aridez. La transformación de los hábitos en este pueblo llega con una maravillosa presencia mágica: una ballena colosal, monstruo antediluviano, se instala en el centro de la plaza, como una atracción circense, encabezada por un enigmático personaje que es llamado “príncipe”. La desconfianza, la incomodidad y el recelo se apodera gradualmente de las emociones de los pobladores, excepto por János, quien se muestra particularmente seducido por la situación absolutamente extraordinaria en este contexto.

Esta película de Tarr tiene unos alcances que al mismo tiempo son cósmicos e introspectivos. Es astronómica hasta lo planetario y biológica hasta lo celular, de forma simultánea. Es una alegoría humana, política y existencial de un solo pincelazo proverbial. La mirada de Tarr (respaldada en este caso por la destreza técnica de Patrick de Ranter en control preciso de la luz y la cámara), resulta ser una de las más impactantes en la historia del cine, reforzada en este caso por la habilidad de Ágnes Hranitzky para la transformación de composiciones, para el montaje sobre el mismo plano, en secuencias sin corte realmente apasionantes en lo que se refiere a la construcción de su propio estilo y lenguaje. Para nosotros como espectadores, la experiencia es poética constantemente y podemos explorar los espacios que nos propone Tarr con tal elegancia y percepción que es como si nos uniéramos pacíficamente a una corriente que fluye de forma armónica, como precisamente lo anuncia el título de este filme. Tarr siempre ha estado especialmente interesado por la condición humana cuando queda expuesta a las transformaciones políticas violentas, desde revoluciones hasta dictaduras. Algo que claramente se dio de forma extendida en Europa Oriental, la región de origen natural de Béla Tarr, a finales de los años ochenta, en la transición hacia al capitalismo tras la decadencia y caída de la Unión Soviética. Estas conmociones internas han sido preciosamente retratadas por grandes cineastas como Tarr, aunque hayan sido constantemente olvidadas por la política real en cada escenario.

La ballena putrefacta está instalada en medio de la plaza histórica, pero la monstruosidad se reproduce a su alrededor. El miedo que deriva en violencia, la miseria latente que explota casi de forma delirante y por supuesto absurda, la supervivencia y el dolor intrínseco, todo esto brota como un virus, como una enfermedad. El animal gigantesco está en la plaza y es inamovible. Todas las disertaciones son estériles frente a esta presencia implacable. Todo puede relacionarse precisamente con los regímenes políticos más autoritarios o incluso con la condición humana misma. Hay una fuerza inexpugnable que siempre está presente. Una atadura de la cual es imposible librarse. Incluso el entusiasta János, con todo el brillo de cada una de sus acciones cotidianas y extraordinarias, es incapaz de aislarse del terror, de la necesidad de sobrevivir por encima de la existencia misma. La tristeza y la belleza en 'Armonías de Werckmeister' provienen de la misma fuente. Surgen de la conmovedora humanidad de un hombre joven, sensible, con capacidad de asombro y muy bueno. Cualidades insuficientes para un mundo hostil. 

viernes, 13 de octubre de 2017

La profundidad de Denis Villeneuve en la inmensidad de 'Blade Runner 2049'



Por fin está en las salas de cine la ansiada secuela de la legendaria Blade Runner (1982), de Riddley Scott, a cargo de Denis Villeneuve. La aparición de los múltiples trailers aumentó la expectativa, especialmente por el impacto visual que se podía dilucidar. Los elogios hacia Roger Deakins, fotógrafo de altos vuelos con 10 nominaciones al premio Óscar, no se hicieron esperar, incluso sin ver la película. Hablar de Blade Runner es hablar de uno de las películas de ciencia ficción más importantes en los últimos cincuenta años. Para muchos la más importante de los últimos cuarenta. Retomar este universo, sin duda era una tarea descomunal, que tenía que ponerse en manos solamente de un cineasta probado y comprobado, como Denis Villeneuve, quien cada vez asoma más su presencia en el panorama del cine mundial y finalmente se consolidó en el género con su celebrada Arrival (2016). Villeneuve se unió al guionista original del clásico ochentero para especular acerca de la continuación de este mundo en el año 2049, casi treinta años después del punto donde nos dejó Deckard (Harrison Ford), después de escapar con el ideal y replicante amor de su vida, Rachael (Sean Young). Ahora nos sitúa en la perspectiva de K (Ryan Gosling), blade runner replicante, acompañado también por su amor artificial e inteligente, Joi (Ana de Armas), un holograma programado y más sensible que su jefa, la teniente Joshi (Robin Wright). K está acabando también con los mejores y peligrosos replicantes que se han salido del control del establecimiento (igual que Deckard treinta años atrás), así que también debe enfrentarse a los herederos de la ciencia Tyrrel, en manos de Niander Wallacer (Jared Leto), todo un semidiós a estas alturas.

La película de Villeneuve está construida con base en el célebre monólogo  (uno de las más emblemáticos en la historia del cine) a cargo de Roy Batty, el extinto líder de la resistencia replicante 30 años atrás. Sin duda, estos replicantes han visto brillar los rayos C brillar en la oscuridad, cerca de las puertas de Tannhäuser. La sensibilidad se ha hecho exponencial y sin duda recordamos al mítico Stalker de Tarkovsky, al personaje y a la película, inmerso en la desolación distópica del desierto cultivado por los seres humanos. La aproximación al genio ruso del cine no se limita al orden temático. Se extiende también al tratamiento cinematográfico, donde los planos se extienden periféricamente, concentrándose en el contenido poético, en la humanidad que brilla intensamente en los ojos de K, el replicante desolado. Por supuesto, la construcción dramática de Villeneuve también está presente, destacadísima desde los inicios de su carrera y la facilidad emocionante que el director canadiense tiene para hacer esa tarea inmanente de especular, para imaginar, para dotar a este universo de su propia impronta y actualizando la vigencia de esta saga fascinante. Por supuesto, hablando de especulaciones, lo que se preveía y se decía de Roger Deakins es cierto y sin duda que su trabajo en esta cinta quedará para el recuerdo y para la posteridad al mismo tiempo. Es indispensable mencionar la brillante aportación de Dennis Gassner en el arte. Esta mancuerna, bajo la visión filosóficamente elaborada de Villeneuve, construye unos escenarios que sin duda marcarán al cine de esta época. Estos espacios son una prolongación del mismísimo K, quien alimenta y se alimenta de esta aridez espectacular de tonos amarillos difuminados y azules melancólicos. El trabajo en la música de Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer logra dotar a la experiencia completa del estruendo apocalíptico que nos aterra y nos empuja como una máquina monstruosa. Blade Runner del 82 es la película que mejor ha acertado en la especulación sobre el futuro. La especulación de Blade Runner 2049 al menos cumple con la inmensa virtud de disparar la reflexión sobre un presente que al menos se percibe cada vez más extremo.

miércoles, 4 de octubre de 2017

De las sensaciones de ‘Mother!’ a las pulsiones de Darren Aronofsky



Darren Aronofsky está de vuelta y lo hace como si gritara con un altavoz para llamar la atención de todos, como lo ha hecho en realidad desde que se posicionó en la élite del cine mundial. En esta ocasión, lo hace con ‘Mother!’, que de entrada tiene la gran virtud de ser una obra absolutamente original, de su propia autoría, que no es una adaptación, ni un reboot, ni un remake, ni nada más que sí misma. Algo que increíblemente es para destacar en el mainstrean hollywoodense de la actualidad. Mother cuenta la historia de mother (Jennifer Lawrence) y Él (Javier Bardem), una pareja con diferencia de edades que vive en una casa reconstruida por ella en medio del campo, mientas Él (Him), es un escritor bloqueado y disperso. Reciben la visita de un hombre (Ed Harris), médico enfermo, admirador de Él, quien recibe posada y pronto convoca a su mujer (su esposa, Michelle Pfeiffer). Toda esta situación se agarra de raíz a los cimientos de esta casa ante la angustia mortal de mother.

Desde el comienzo de esta película estamos sobre el rostro de mother con nuestra mirada flotando como si fuéramos un apéndice orgánico de esta mujer abrumada por esta contaminación constante de su entorno a la que se somete desde el primer momento. La mirada es larga y solo cambiamos el panorama cuando se mueve la mirada, cuando nuestra mirada también es sometida a la agitación como espectadores. Esta es una casa inmensa pero la casa se reduce centímetro a centímetro hasta que sentimos claustrofobia, ahogo, estrangulación, como mother, como su aire. La luz y el aire escasean hasta instancias urgentes. Aronofsky sabe hacer, sabe ejecutarlo, sabe bien que el cine es una experiencia y que aquí se construye pieza a pieza, cuadro a cuadro. Se compone como una receta de cocina, ingrediente a ingrediente, pensando cada una de las imágenes fotográficas y pictóricas, casi en los fotogramas. Y todo es creciente. La casa se inunda, se infecta.

Como espectadores hacemos el máximo esfuerzo posible para convencernos a nosotros mismos de que las cosas “todavía son normales”, que son probables. Después nos conformamos con que solo sea posible. Pero el problema surge cuando se rompe lo imposible. ¿Por qué? Porque de las sensaciones de ‘Mother!’ a las pulsiones de Aronofsky hay una distancia inconmensurable, de proporciones bíblicas, como lo son aspiracional y temáticamente las expectativas de trascendencia de esta película. Las sensaciones son construidas con suma destreza, pero se agotan después de la técnica. Porque las pulsiones de Aronofsky son débiles, dudosas, sospechosas, inciertas como llega a serlo la vida de mother y de ‘Mother!’. ¿Qué podemos vislumbrar, incluso desde la distancia, del palpitar expresivo de Aronofsky? Poco o casi nada. ¿Existe realmente una intención o una necesidad que tenga que ver con el ser biológico que corresponde al nombre de Darren Aronofsky? No se ve. Al menos es difusa y aquí la difusión no es favorable, como sin duda lo es en la trama fílmica. Por eso al pasar decididamente del terror a la farsa se rompe la burbuja de sangre prefabricada tan armoniosamente.

A “Mother!” le conviene bastante poco que el espectador tenga vista y fresca en la memoria la deliciosa ‘Rosemary’s Baby’, de Roman Polanski. Película trascendida del exquisito humor negro del director franco-polaco y que reflexiona a profundidad acerca de la maternidad. Todo un clásico del terror en la historia del cine. Aronofsky siempre ha querido más, superar la reflexión, irse muy arriba o meterse muy adentro, transgredir. Se siente incómodo en la media, en la sencillez. Sorprendentemente, su película más destacada, más diferenciada en toda su filmografía, es The Wrestler, donde las pulsiones son registrables en nuestro mecanismo de percepción humana. Con más frecuencia de lo pensado, los ejemplos opuestos prueban mejor que ningún otro que lo simple es lo más complejo de conseguir. Hasta el más cuidado cristal se rompe en pedazos sin la verdad . Una paradoja de Aronofsy sobre su propia película.