jueves, 8 de agosto de 2024

La humanidad superviviente de ‘El camino a la eternidad’ y la guerra insuperable de Masaki Kobayashi


Masaki Kobayashi filmó la segunda parte de la trilogía de “la condición humana” casi simultáneamente a la primera. Inmediatamente después de ‘No hay amor más grande’, apareció ‘El camino a la eternidad’ (ambas en 1959), continuando con la aventura dramática y dolorosa de Kaji (Tatsuya Nakadai), ya como todo un emblema mítico, atravesando el escenario devastador de la ocupación japonesa en Manchuria, en medio de la algidez más cruenta de la Segunda Guerra Mundial. Kobayashi, por la vía de un melodrama intenso y lleno de diversas rutas en la profundidad, siempre anclado en el vínculo amoroso de pareja especialmente arraigado, como el salvavidas del pantano. En esta segunda película, después de los incidentes como burócrata en Manchuria, tras la mediana frustración de su esfuerzo antiesclavista, es enviado al frente de guerra, como soldado raso. Inmediatamente se tiene que enfrentar con la violencia humillante de los superiores inmediatos, en un régimen deshumanizante que siempre pone a prueba los nervios y el estado mental. En el cuartel se encuentra con Shinjo (Kei Sato), un soldado comunista que decididamente está planeando la fuga. Las decisiones de Kaji se verán modificadas por la tragedia que se presenta al interior de las filas, por los efectos de la violencia psicológica incisiva. Entonces retoma el activismo, pero en medio de un escenario aún más criminal que el que había conocido en las oficinas de la ocupación japonesa en Manchuria. 

En el fango especialmente espeso del Japón de la Segunda Guerra Mundial, ‘El camino a la eternidad’ hace que ‘No hay amor más grande’ sea un inmenso prólogo que da el contexto para una situación especialmente crítica, tan dolorosa que la segunda parte de la trilogía de “la condición humana”, de Kobayashi, solamente se puede apreciar realmente con la perspectiva de ese panorama de gran infamia. Kaji, aferrado casi químicamente a un pacifismo profundo, no puede existir de otra manera, no es capaz de dejarse endurecer por las condiciones crudelísimas que atraviesa, ni siquiera cuando es testigo presencial, directo, a unos cuantos metros, de los horrores más intensos de la guerra. Al mismo tiempo, con una devoción abrumadora, su amada Kachiko (Michiyo Aratama) sigue sus pasos como una sombra, impulsada por una pasión sobrenatural, como si fuera a esta altura ya más un espíritu, como si su amor estuviera más vivo que ella misma. Así ella conquista las distancias y llega hasta las barracas para amarse con Kaji y darle una última imagen para que él guarde para sobrevivir. Las expectativas llegan a un punto tan bajo, tan relativo a lo básico que lo que queda es apenas esperar no morir, sostener al menos una vida con una cantidad de traumas que se puedan cargar. 

El cine bélico tiene una historia tan larga como la del cine mismo. El relato detallado del infierno ha pasado por la ficción y por el documental, desde las construcciones vibrantes del Realismo Socialista hasta los testimonios de varios directores hollywoodenses desde el frente estadounidense. Pero Masaki Kobayashi, con la segunda parte de su tríptico sobre la condición humana, trazó una línea que marcó el camino de un cine que no podía ser ajeno a las inmensas transformaciones culturales que se daban en paralelo a la extraordinaria evolución. Especialmente, en el contexto del cine japonés, se trataba de una inmersión que servía para contrastar y comprender mucho más las obras también trascendentes de aquellos nombres también trascendentes, como Kurosawa, Ozu, Mizoguchi y Naruse, porque las heridas de aquel país, en sus circunstancias tan específicas, servirían sin duda para plantearse precisamente la condición humana. Ese misterio indescifrable mediante el cual se atravesó muy particularmente la conmoción del siglo XX. 


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