jueves, 5 de junio de 2025

El hábito amoroso de ‘Un viaje en primavera’ y la soledad en el mundo por Wang Ping-Wen y Peng Tzu-Hui


Taiwán cuenta con uno de los episodios en la historia del cine de los últimos cincuenta años. En el panorama del cine asiático, cuando empezaban los años ochenta, una generación de jóvenes taiwaneses plenamente identificados con la independencia de su tierra se integraron para contar y para contarse el relato de su presente y su pasado, y así fue como surgió la legendario Nuevo Cine Taiwanés. Desde esa perspectiva, se construyo un amplio retrato de la vida al interior de una sociedad en la que el crecimiento descomunal desde una sociedad agraria derivó muchas veces en soledades siempre acentuadas. Este sentimiento evidentemente universal está en el corazón de ‘Un viaje en primavera’ (2023), la ópera prima de los jóvenes cineastas taiwaneses Wang Ping-Wen y Peng Tzu-Hui. El escenario es el de la periferia rural de Taipéi, la capital de Taiwán, un espacio en el que todavía domina la naturaleza y que recuerda la bella ‘Adiós, sur, adiós’ (1996) de Hou Hsiao-Hsien. Ahí, en una pequeña casa en las alturas de un cerro viven Khim-Hok (King Jieh-Wen), un  hombre ya anciano, cansado y huraño, y su esposa (Yang Kuei-Mei), una mujer incansable y paciente de la cual depende hasta en los más mínimos detalles de su simple vida en casa. De repente, la fatalidad toca a esta pareja unida profundamente por sus hábitos en el amor y el frágil Khim-Hok tendrá que confrontarse con la conciencia misma de su existencia en el mundo. 

El mundo que plantean Wang y Peng en ‘Un viaje en primavera’ es agreste, se percibe orgánico, incluso en la vida misma de esta familia. Todo se siente como una naturaleza que se ha asentado como si se tratara de líquenes sobre superficies artificiales que se hacen entonces también parte de esa naturaleza intensa y espesa. En ese enclave ya integrado al entorno es donde vive esta pareja ya madura, habituada al tiempo y al espacio, en una casita que apenas se resiste a lo ruinoso, a la suciedad, apenas sacando la cabeza de un caos tranquilo y asentado en una quietud pesada y ya también cansada. Es un hombre que vive ya como un niño, lisiado de un pie que lo reconfigura completamente hasta la cabeza, que le duele en lo profundo y lo sumerge en la sensación de una condena melancólica inescapable. Por otra parte, es una mujer que hace las veces de madre con la confianza de quien tiene el control y al mismo tiempo con el amor de quien cuida, de quien prepara los detalles de su refugio, de su espacio de calor fraterno. 

Entonces esta especie de mundo antiguo es atravesado repentinamente por la fatalidad y es como si esta construcción que ya está enraizada en la tierra empezara a derramarse progresivamente desde aquel cerro en la cima de una larga y alta escalera. Este hombre tiene que mirar de frente al mundo que lo rodea, en los mares, las cascadas, los caminos y los lagos, hasta remontarse en lo profundo de su memoria y resistir ante una conciencia implacable que duele por tratarse en realidad de la conciencia de la vejez, del peso mismo de la carne y de la soledad que es la soledad de todos frente a un tiempo que no puede volver atrás. La película de Wang y Peng trae de nuevo las tristezas de fondo del Nuevo Cine Taiwanés, la melancolía extensa de la añoranza usual en Wong Kar-Wai e incluso alguna que otra pena trágica de Haneke. Sin embargo, en ‘Un viaje en primavera’ lo que queda es la soledad en medio de un paisaje hermoso y bucólico. La antesala de una muerte de amor muy lenta. 


jueves, 29 de mayo de 2025

La guerra generacional de ‘Star Wars: el regreso del Jedi’ y la extensión familiar de Richard Marquand


Para 1983, ya se había desplegado la maquinaria prediseñada de la franquicia de Star Wars. Después de que las dos primeras películas de la trilogía se habían difundido poco a poco por el mundo entero, sobre el lomo del Hollywood más corporativo y por la vía de una campaña progresiva y creciente de mercadotecnia que se extendía por la industria de los juguetes y la moda, entonces era el momento de para que apareciera ‘Star Wars: el regreso del Jedi’, que más que cerrar una etapa, la iniciaba definitivamente de cada al mundo del cine globalmente. En la sucesión de hechos del mundo gigantesco creado por George Lucas, la Alianza Rebelde, cada vez más consolidada, se enfrenta al inmenso desafío de confrontarse con el descomunal y definitivo proyecto del imperio para consolidar una base aún más poderosa que la destruida Estrella de la Muerte. Ante esta nueva estrategia, liderada por Palpatine (Ian McDiarmid), el maestro Sith de Anakin Skywalker (nada menos que Darth Vader, interpretado entre David Prowse, James Earl Jones y Sebastian Shaw), quien a su vez quiere aprovechar este golpe maestro definitivo para atraer al lado oscuro de una vez por todas a su hijo Luke Skywalker (Mark Hamill). Por supuesto, la ya extendida corte rebelde de Luke y el entrenamiento de Luke por parte de Yoda y Obi-Wan Kenobi será la esperanza para salir avante en la batalla definitiva. 

Entre los ewoks y el submundo mafioso de Jabba The Hutt, todo esto cruzando al mundo infantil de los títeres de Jim Henson, con pequeñas acciones de comedia física y chistoretes blancos que podrían ser celebrador por cualquiera, ‘El regreso del Jedi’ se extiende a los terrenos del cine familiar, para que no haya nadie en ninguna casa que esté apto para asistir a las salas y a rentar lo videos de la saga. Que todos sean potenciales consumidores de una maquinaria gigantesca. Y para darle mucha más amplitud y profundidad a ese carácter familiar, vale la pena adentrarse en los intríngulis propios de aquella paternidad predominante en cualquier escenario especialmente judeocristiano, en la cual el padre es un lastre extraordinario para cualquier hijo, como lo es Anakin para Luke, y usualmente el hijo debe honrar a su padre siempre y a pesar de cualquier vicio, falta o hasta crimen. Luke, en el estado supremo de su conversión en Jedi, en un sabio juvenil como Cristo entre los ancianos en los templos, debe rescatar a su propio padre del mismísimo demonio, para que al menos pueda limpiar sus pecados antes de entregarse a una muerte honorable en la pira purificadora. Así es como este relato sobre el hijo del dictador que quiere entregarle limpio a su padre a las alturas, avanza progresivamente en medio de las danzas infantiles de un teatro guiñol de tamaño natural. 

Así es como ‘El regreso del Jedi’ terminaba por construir definitivamente la plataforma del cine de franquicias, de las sagas de blockbuster, de cada a un mundo salvaje de gigantescas maquinarias hacedoras de unas cuantas inconmensurables fortunas. En medio de la difusión masiva de aquel mundo amplio en el que cabe todo otro mundo, se formaron especialmente las infancias y adolescencias de la generación X, que estaba ad portas de un mundo unidimensional, en el terreno de la globalización, con la uniformidad irrompible que estaba por barnizar al mundo entero de un solo tono cromático. En medio, envuelto en la abismal parafernalia, el discurso del neoliberalismo y de la tradición judeocristiana. Sin embargo, también la primera mirada de muchos a la consideración mágica de lo que a fin de cuentas, después de una larga excavación, termina siendo el cine. Una marca ineludible, directa o indirecta, en el mapa genético de toda generación occidental. 

jueves, 22 de mayo de 2025

La guerra filial de ‘Star Wars: el imperio contraataca’ y el mundo encargado a Irvin Kershner


Como estaba planeado de antemano, ‘Star Wars: una nueva esperanza’ (1977) fue un éxito masivo, como fue diseñado, a una escala que el mundo nunca antes había conocido. La apuesta descomunal de George Lucas, adaptada al escenario brutal del mundo corporativo que emergía en los años ochenta, había sacado su gigantesca cabeza para deslumbrar a un mundo ya ávido de tragarse todo lo que le diera una identidad masiva. Sin embargo, el monstruo era de tres cabezas, y el objetivo no era una simple película, sino una corporación, y para eso era necesario clavar la segunda estaca, instalar la segunda boya, dibujar el segundo punto para poder trazar la línea larguísima de todo un universo. Así fue entonces como apareció ‘Star Wars: el imperio contraataca’ (1980), que como su nombre lo indica muy literalmente, consistía en la respuesta feroz del imperio, en cabeza ejecutiva de Darth Vader (David Prowse bajo el célebre traje y James Earl Jones en la célebre voz), tras la colosal derrota que representó la explosión extraordinaria de la Estrella de la Muerte. Vader se alía con el cazador experto Bobba Fett (Jeremy Bulloch) para perseguir cada huella mínima de la Alianza Rebelde por el espacio hasta tenerlos en sus manos, especialmente a Luke Skywalker (Mark Hamill), el último espécimen que puede evitar la extinción definitiva de los Jedi, quien a su vez va en busca de Yoda (voz del titiritero Frank Oz), quien está cerca de la muerte pero es el único y mejor Jedi que puede entrenar a la joven promesa de la secta sagrada de rebeldes. Así la célula rebelde, interespecie y de diferentes clases, va en busca esta vez de la pura supervivencia sin bajas en la corte principal. 

Para la tarea de establecer un mundo lleno de recursos y riquezas para explotar indefinidamente en lo narrativo y en lo comercial, George Lucas, como mente maestra y Vader de su propio plan en el mundo empresarial, designó a Irvin Kershner, quien aunque no era un director relevante sí sumaba experiencia suficiente en la dirección, entre la televisión y el cine, además de ser un viejo conocido de las reuniones del Nuevo Hollywood, en torno usualmente a Roger Corman, quien produjo su primera película más de veinte años atrás. Con su experiencia, Kershner consigue establecer en ‘El imperio contraataca’ un escenario multipolar, en pantanos, montañas nevadas, celdas, inmensos salones, campos de asteroides y por supuesto más naves de todos los tamaños. Además, unos cuantos personajes nuevos para la colección, como el mercenario Bobba Fett, el otro mercenario Lando Calrissian (Billy Dee Williams) y Yoda, aquella especie de pequeña y vieja rana humanoide que es el máximo Jedi de todos los tiempos, y que está puesto inicialmente para demostrar que puedes ser quien quieras ser, sin importar cualquier obstáculo estructural, como era importante que todos que el fracaso era absolutamente su culpa porque este mundo es definitivamente libre. 

En esta ocasión, la célula comunitaria se divide y mientras Leia y Solo tienen que resolver sus inquietudes románticas, Luke, apenas con RDD2, tiene que encarar su destino, su propio rostro en la confrontación, no solo pasando por el trance místico de Yoda, el sacerdote con la magia, sino confrontando su odio, el que siente profundamente por su padre, a quien creía muerto, pero no es más que el monstruo, el dictador, que como buen padre arrepentido, desde la cúpula de su estamento criminal y mafioso estira el brazo para que su hijo sujete su mano y se una a él para que pueda retribuirle con las mieles amargas que son lo único que ha podido cosechar en el tránsito agitado de su vida apasionada y convulsionada por el odio profundo. 

jueves, 15 de mayo de 2025

La guerra mitológica de ‘Star Wars: una nueva esperanza’ y la contrarrevolución corporativa de George Lucas


Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Hollywood se convirtió en una de las principales puntas de lanza de Estados Unidos de cara al dominio imperial del mundo. Sin embargo, aquella generación del Hollywood Clásico se apagaría hacia mediados de los años sesenta, para darle el paso al Nuevo Hollywood, que venía a replantear todo el escenario autoral de la Meca del cine con ideas recogidas de las vanguardias europeas, aún vigentes entonces muchas de ellas, y la propia influencia de los grandes autores surgidos en medio de la maquinaria hollywoodense. De aquella generación extensa de cineastas, emergió George Lucas, quien ya había dejado ver algún interés por los géneros fantásticos y específicamente por la ciencia ficción con ‘THX 138’ (1971) y había creado un precedente de la adolescencia gringa sesentera con ‘American Grafitti’ (1973). Sin embargo, era una figura silenciosa atrás de Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y mucho más detrás de Sam Peckinpah o John Cassavetes. El Nuevo Hollywood había replanteado el cine en los estudios y se había trasladado al retrato de los outsiders batiéndose incluso a muerte frente al “american way of life”. Hacia la segunda mitad de los setenta, Estados Unidos pisó el acelerador del neoliberalismo para definir la Guerra Fría. Las corporaciones se hicieron descomunales y Hollywood, por supuesto, no fue la excepción. Los estudios lanzaron los blockbusters, películas planeadas como franquicias para multiplicar extraordinariamente los ingresos. Todo empezó con ‘Star Wars: una nueva esperanza’ (1977), el descomunal proyecto de George Lucas, aquel tímido integrante del Nuevo Hollywood, quien fundado en la mitología clásica y las teorías del viaje del héroe de Campbell había preparado todo un universo ideal para crear personajes, merchandising, ropa y todo un culto de fanáticos. En ‘Star Wars: una nueva esperanza’, Lucas recoge del pueblo raso de una tierra bajo la dictadura del Imperio a Luke Skywalker (Mark Hamill). Un joven granjero y mecánico de robots, quien es el elegido para salvar de la extinción a todo un culto de guerreros trascendentes: los Jedi, esencia de la resistencia rebelde. Todo cambia cuando llegan a su taller C3PO (Anthony Daniels) y R2D2 (Kenny Baker), dos robots que traen un mensaje vital de la princesa Leia Organa (Carrie Fisher) y sobre todo unos planos detallados de la Estrella de la Muerte, la inmensa estructura matriz del poder dictatorial. El envío está dirigido al viejo jedi Obi-Wan Kenobi (Alec Guinness), la última esperanza para salvar a la resistencia, un conocido cercano de Luke. A partir de aquí, la persecución del Imperio, en cabeza de Darth Vader (David Prowse y James Earl Jones en la voz), sobre la célula rebelde, que a su vez se adentra en la boca del lobo para cumplir el plan maestro de destruir la Estrella de la Muerte. 

‘Star Wars: una nueva esperanza’ paradójicamente surge de la naturaleza propia del Nuevo Hollywood pero como una disidencia de aquella revolución para sentar las bases de la hegemonía misma en Hollywood. Una hegemonía como nunca antes se había conocido en el mundo del entretenimiento y con una saga que inauguraría un mundo especialmente corporativo en el cine. En ‘Star Wars’, Lucas recurre a la reinvención de los géneros y sus personajes, sus héroes, son toda una colección de outsiders que inmediatamente se perciben coleccionables. Todas estas características unificaron la inmensa diversidad del Nuevo Hollywood por mucho tiempo, y Lucas las tomó para la disidencia de aquella vanguardia, para la fundación de toda una contrarrevolución sincronizada con el auge de capitalismo salvaje de Estados Unidos por aquel entonces y de cara a los años ochenta. La aventura de Star Wars se ciñe también a los principios clásicos del mito, en el contexto de una guerra apenas en etapa embrionaria. En este caso, Luke Skywalker, el elegido en medio del pueblo para salvar al pueblo, también tiene a sus padres adoptivos (como Cristo), y en las circunstancias culturales y políticas descritas en Estados Unidos, se erige fácilmente como toda una pieza de propaganda para la superación personal, fundamental en el discurso neoliberal. Un personaje inconscientemente parte de la realeza, que está destinado a liderar a todo un pueblo como representación de unos principios rectores antiguos y conservadores. Más allá de todo esto, la inmensa tarea creativa de George Lucas estaba por abrir el panorama de una industria descomunal, apabullante y capaz de todo. 


jueves, 8 de mayo de 2025

La saudade motriz de ‘Grand Tour’ y la épica contemplativa de Miguel Gomes


El cine europeo ha sido fecundo en la reflexión sobre los avatares del colonialismo en Europa, Asia y América; no precisamente sobre una mirada triunfante que cada vez ha sido más y más obsoleta, sino sobre la excavación en unos sentimientos hondos que están arraigados a la culpa, a la grandeza marchita y  la melancolía que repta en las almas de quienes se han perdido de la majestuosidad en medio del poder embriagante. De repente, los europeos levantan la vista y se dan cuenta del escenario majestuoso y embriagante que ha pasado fundamentalmente desapercibido antes sus narices. Así sucede por ejemplo en ‘India Song’ (1975), de Marguerite Duras, en donde las noblezas se hacen fantasmales en las ruinas de los palacios. Son los mismos fantasmas con los que se cruza el Capitán Willard en la estancia etérea de franceses en Vietnam, en medio de la selva, en ‘Apocalypse Now’ (1979). En ‘Grand Tour’ (2024), transportado por el vehículo de la trascendente saudade portuguesa, Miguel Gomes nos lleva de viaje por las profundidades más hermosas del Lejano Oriente, deteniéndose en la respiración profunda de la melancolía para contemplar un mundo deslumbrante anclado a una época superviviente a las agitaciones del mundo. En 1917, lejos de la Primera Guerra Mundial en Europa, Edward (Gonçalo Waddington), funcionario del Imperio Británico instalado en Birmania, huye de la ciudad de Rangún, donde está por llegar Molly (Crista Alfaiate), su prometida, para finalmente casarse. El escape de Edward no está marcado por el pánico o la cobardía especialmente, sino por una melancolía profunda (la saudade), que le permite contemplar lo que nunca antes había contemplado. Por su parte, Molly tampoco asume el desplante con ira o con dolor, sino con el empeño juguetón de asumir el reto de seguir a su prometido en la aventura a través de Asia, confrontando su alegría vigorosa con el mundo apabullante y demoledoramente hermoso que se abrirá frente a ella. 

Por la premisa misma, la película está dividida en dos partes. En la primera parte, se trata de la travesía de Edward, en una huida profunda, llena de silencios y de contemplación frente a una gran cantidad de escenarios vívidos, en los que existe un mundo antiguo en el que las circunstancias de Edward no pueden alterar ningún detalle mínimo. Se trata del portugués arraigado en la colonización que apenas puede contener el aliento y las lágrimas frente a un mundo que se ha conquistado a sí mismo en la inmensidad de su propio pasado y su propia cultura en términos generales. Entonces lo que naturalmente sucede es que avanza progresivamente en un encantamiento irreversible, proveniente de un fondo místico que lo absorbe incluso con la propia naturaleza. Gomes se fundamente en la mirada occidental de las grandes aventuras, pero aquí no busca jamás incidir en reconvertir esos espacios sagrados, incluso en la misma cotidianidad sagrada, sino que es poseído por una inmensidad frente a la cual solamente queda dejarse caer. 

En cuanto a Molly, el inmenso impulso vital que la caracteriza la lleva una y otra vez a liberar escenarios intensos casi surrealistas, en los que otros viajeros como ella explotan continuamente a su alrededor, ante la imposibilidad de imponerse a la maravilla misma del contexto. Es un tiempo hipnótico constante, en el que Gomes continuamente le da espacio a la mirada de sus personajes y la acerca lo más posible a la mirada misma del espectador. Es un espacio en el que los límites de la muerte no son los que trazan los márgenes, lo que queda apenas es habitar, existir, entregarse sin resistencia a una conciencia diferente, a la que está más allá de lo que se conoce extendidamente como la vida humana. 


jueves, 3 de abril de 2025

La madre extraviada de ‘La madre del mal’ y los palos de ciego de Dario Argento


Veintisiete años después de ‘Inferno’ (1980), Dario Argento finalmente cerró la trilogía de las “Tres Madres”, que había empezado con ‘Suspiria’ (1977) ya tres décadas atrás. ‘La madre del mal’ (2007) apareció en un mundo completamente diferente en el que se había pausado, no solamente en los términos del giallo, del terror, del cine y del mundo mismo. La carrera de Argento desde 1980 entró en una franca y progresiva decadencia que pareciera revelar que a quien seguramente sea el máximo exponente del giallo le ha costado sobremanera adaptarse a la percepción sobre el terror entre el público. No se trata de la absurda idea del cine que “envejece”, bien o mal, sino a que pareciera que en el cine comercial, notablemente más corporativo, pareciera que el despliegue estético del giallo no tuviera cabida, y entonces Argento parece haber terminado dando palos de ciego en el cierre de la triada de brujas para encontrar la analogía esencial de la historia grande de la saga en los terrenos del siglo XX. Sarah Mandy (Asia Argento) estudia restauración de arte en Roma y examina una urna recién descubierta que alberga las cenizas de la Mater Lachrymarum. Al abrir la urna, Sarah libera a la antigua, hermosa y devastadora bruja, quien arrasa Roma y busca restituir el reinado satánico que llegó a construir con sus hermanas desaparecidas. 

La película de Argento se distancia notablemente de la estética cuidada del giallo en las dos primeras películas de la trilogía. Las tensiones de los espacios intensos atravesados por los colores intensos han quedado atrás. En ‘La madre del mal’ todo es sobresalto desmedido, desde el inicio, lo que deriva constantemente en un relieve accidentado, nunca regido por un concepto específico. La música es un elemento fundamental en ese caos que está lejos de ser controlado, pues es intensa, compleja y sin matices. Sarah es lanzada abruptamente a una deriva en la que los impulsos del terror están dejados elementalmente a lo descarnado y lo explícito, en un escenario que fotográficamente no distingue entre luces y sombras, lo cual hace mella constantemente en el elemento de thriller que es esencial al giallo. No existe consistentemente el terror que respira en medio de las tinieblas (como en ‘Suspiria’), ni la monstruosidad imposible de percibir (como en ‘Inferno’), ni ningún otro mecanismo que alimente la amenaza, que inyecte el miedo mismo en el espectador. 

Sin el control del giallo, Argento se extravía, igual que la Mater Lchrymarum, que llora y berrea como La Llorona, como perdida en medio de otro tiempo, asesinando y manteniendo como fieles a unos cuantos también extraviados. Ni siquiera el fondo clásico de la cultura italiana, que siempre estuvo presente en el giallo y se mantiene aquí por la simple presencia en Roma, es suficiente para dotar a la película de trascendencia. En ese tiempo difuso y confuso, todo parece recae constantemente en la ocurrencia, en la necesidad incontenible de volver una y otra vez a lo gore, como buscando instalarse en otro género. El giallo setentero de Argento no huía de la crudeza explícita, de la visceralidad, de las tripas, pero siempre eran sobre todo el acertado recordatorio aterrador de la amenaza cierta, real e implacable. Cuando se convierte en una constante, como en ‘La madre del mal’, pierde el misterio que esencialmente la hace aterradora. Se trata de una exposición que pronto se vuelve habitual, que no vive en la oscuridad y que tampoco es capaz de ser aterradora a plena luz del día, como sería siempre deseable si de lo que se trata es de explorar en las entrañas de la condición humana. 


jueves, 27 de marzo de 2025

La madre omnipresente de ‘Inferno’ y la muerte imponente por Dario Argento


El género del terror en un cierto tono de disidencia al interior del mainstream, tuvo una época especialmente vinculada al cine de culto en los años ochenta. Con el impulso de la reconvertida industria en Europa, en Italia, Francia y España especialmente, se consolidaron subgéneros específicos que repensaron los géneros clásicos y estructurales de Hollywood, como el terror. El giallo resultó ser una influencia esencial para el terror frecuentemente disidente en Estados Unidos. Justo en la entrada de los años ochenta, todavía permeado por la renovación permanente del cine italiano en los setenta, Dario Argento plantó la segunda entrega de la “trilogía de las Tres Madres” en Estados Unidos, con la esencia trascendente y atmosférica del giallo. Mark Elliot (Leigh McCloskey), estudiante de musicología en Roma, recibe una carta de su hermana Rose (Irene Miracle), poetisa que reside en Nueva York y está obsesionada con un libro en latín titulado ‘Las Tres Madres’, en el que un arquitecto relata su trabajo al frente de la construcción de las casa de tres madres hermanas entre sí que son brujas y dominan el mundo usando el dolor, las lágrimas y la oscuridad. Rose sospecha que en su edificio vive una de las madres y le cuenta eso a su hermano en la carta. Mark pierde el contacto con ella y decide viajar a Nueva York para tener noticias de ella. Así continuará descifrando el misterio aterrador cuya puerta se abrió en ‘Suspiria’. 

Por supuesto, ‘Inferno’ también se sustenta en la estética giallo, con las luces de colores que pintan una atmósfera embriagante pero también envenenada. Entre la ciudad de Roma y la Ciudad de Nueva York, se percibe una omnipresencia intensa, asesina, la indefinida y de mil rostros de la Mater Tenebrarum, que persigue cualquier intromisión. La mano brutal de la bruja es tan potente como la de la Mater Suspiriorum, pero es capaz de extenderse como si habitara las páginas del libro de las Tres Madres, como si se tratara de una alerta que le indica a quién y cuándo tiene que matar. La música, de Verdi o de Keith Emerson aquí juega un papel trascendente en la atmósfera. En la prodigiosa escena de la escucha de música sobre las partituras, Mark recibe una señal tan trascendente sobre un poder maligno, capaz de vestirse de auténtica belleza, que entiende como un rayo sobre su percepción que debe cruzar el Atlántico para buscar a su hermana. El texto del arquitecto de las casas de las Tres Madres pareciera un hechizo irresistible, una invocación que se hace a la inversa, como si los espíritus, las brujas, las esencias, invocaran a los vivos, a los artistas que se dejan conmover por la historia, por el pasado, por la belleza profunda del tríptico que tiene a la muerte como nueva figura conformada por las tres hermanas que también son madres. Esa pulsión incontrolable para Rose, para Mark y en el intermedio también para Sara (Eleonora Giorgi), compañera de Mark, quien inmediatamente acude a la biblioteca y es como si entrara al infierno, seducida por la belleza de todo un concepto histórico y artístico. En ese entramado de thriller con diferentes investigadores seducidos por una esencia indefinible, el monstruo es uno solo, multiplicado en mil rostros, y al mismo tiempo esta entidad es solo la cabeza de otro monstruo de tres cabezas que por si solo encarna a la misma muerte. 

En el transcurso de una institucionalidad maligna representada en tres cabezas controladoras que a fin de cuentas mantienen ferozmente un orden conservador, un régimen estricto especialmente arraigado a las academias y a una estructura clásica que no debe alterarse nunca.