Taiwán cuenta con uno de los episodios en la historia del cine de los últimos cincuenta años. En el panorama del cine asiático, cuando empezaban los años ochenta, una generación de jóvenes taiwaneses plenamente identificados con la independencia de su tierra se integraron para contar y para contarse el relato de su presente y su pasado, y así fue como surgió la legendario Nuevo Cine Taiwanés. Desde esa perspectiva, se construyo un amplio retrato de la vida al interior de una sociedad en la que el crecimiento descomunal desde una sociedad agraria derivó muchas veces en soledades siempre acentuadas. Este sentimiento evidentemente universal está en el corazón de ‘Un viaje en primavera’ (2023), la ópera prima de los jóvenes cineastas taiwaneses Wang Ping-Wen y Peng Tzu-Hui. El escenario es el de la periferia rural de Taipéi, la capital de Taiwán, un espacio en el que todavía domina la naturaleza y que recuerda la bella ‘Adiós, sur, adiós’ (1996) de Hou Hsiao-Hsien. Ahí, en una pequeña casa en las alturas de un cerro viven Khim-Hok (King Jieh-Wen), un hombre ya anciano, cansado y huraño, y su esposa (Yang Kuei-Mei), una mujer incansable y paciente de la cual depende hasta en los más mínimos detalles de su simple vida en casa. De repente, la fatalidad toca a esta pareja unida profundamente por sus hábitos en el amor y el frágil Khim-Hok tendrá que confrontarse con la conciencia misma de su existencia en el mundo.
El mundo que plantean Wang y Peng en ‘Un viaje en primavera’ es agreste, se percibe orgánico, incluso en la vida misma de esta familia. Todo se siente como una naturaleza que se ha asentado como si se tratara de líquenes sobre superficies artificiales que se hacen entonces también parte de esa naturaleza intensa y espesa. En ese enclave ya integrado al entorno es donde vive esta pareja ya madura, habituada al tiempo y al espacio, en una casita que apenas se resiste a lo ruinoso, a la suciedad, apenas sacando la cabeza de un caos tranquilo y asentado en una quietud pesada y ya también cansada. Es un hombre que vive ya como un niño, lisiado de un pie que lo reconfigura completamente hasta la cabeza, que le duele en lo profundo y lo sumerge en la sensación de una condena melancólica inescapable. Por otra parte, es una mujer que hace las veces de madre con la confianza de quien tiene el control y al mismo tiempo con el amor de quien cuida, de quien prepara los detalles de su refugio, de su espacio de calor fraterno.
Entonces esta especie de mundo antiguo es atravesado repentinamente por la fatalidad y es como si esta construcción que ya está enraizada en la tierra empezara a derramarse progresivamente desde aquel cerro en la cima de una larga y alta escalera. Este hombre tiene que mirar de frente al mundo que lo rodea, en los mares, las cascadas, los caminos y los lagos, hasta remontarse en lo profundo de su memoria y resistir ante una conciencia implacable que duele por tratarse en realidad de la conciencia de la vejez, del peso mismo de la carne y de la soledad que es la soledad de todos frente a un tiempo que no puede volver atrás. La película de Wang y Peng trae de nuevo las tristezas de fondo del Nuevo Cine Taiwanés, la melancolía extensa de la añoranza usual en Wong Kar-Wai e incluso alguna que otra pena trágica de Haneke. Sin embargo, en ‘Un viaje en primavera’ lo que queda es la soledad en medio de un paisaje hermoso y bucólico. La antesala de una muerte de amor muy lenta.