jueves, 1 de diciembre de 2022

El apartamento putrefacto de ‘Repulsion’ y el miedo monstruoso de Roman Polanski


Para 1965, Roman Polanski había despuntado como uno de los cineastas relevantes en una década de transformaciones globales en el mundo, en la cultura, en el arte y en el cine. Con ‘Cuchillo en el agua’ (1962), su ópera prima especialmente minimalista e intensa de un naufragio triangular en medio del mar, había dejado entrever las formas de un artista especialmente incisivo sobre los demonios de la psique. Tras todo un proceso formativo plagado de siempre atractivos cortometrajes, Polanski se trasladó sin mucha dificultad al occidente de Europa y filmó en Londres ‘Repulsion’ (1965), con la estelaridad de una también naciente Catherine Deneuve. 

Polanski entraba así a la exploración de fondo del ser humano moderno, sumergido en el fondo de las grandes capitales europeas, en las moles de negocios, oficinas y apartamentos que contenían a nuevos hombres y nuevas mujeres que ahora se tenían que batir con violencia para subsistir, mientras la consciencia se agitaba con una generación que había nacido en el contexto de la guerra y había sufrido las heridas de una violencia inenarrable. En ‘Repulsion’, Polanski es capaz de avizorar el impacto más psiquiátrico que psicológico que implicaba la soledad extendida que implicaba una expansión descomunal de la vida moderna. ‘Repulsión’ cuenta la historia de Carol (Deneuve), una joven belga que recala en Londres para vivir en el apartamento de su hermana Helen (Yvonne Furneaux), mientras procura abastecerse de unas cuantas libras esterlinas como manicurista en un salón de belleza. Su hermana mantiene una relación intensa con Michael (Ian Hendry), un hombre casado. Carol experimenta pulsiones simultáneas de atracción y repulsión por los hombres, especialmente por Colin (John Fraser), un prometedor joven que la corteja. Cuando su hermana y su amante se van de vacaciones, la soledad hará mella en la cordura misma de Carol. 

Polanski describe con contundencia la experiencia misma de Carol, haciendo una inmersión en sus mismos sentidos, en las estridencias crecientes de su percepción. Las caminatas hacia el trabajo dejan ver de fondo una Londres viva, con el respaldo de la música de Chico Hamilton, notable en percusiones de alto volumen. El guion de Gérard Brach repara por lo tanto en la descripción de esos instantes de una turbulencia aguda, que taladran la mente de Carol. La cámara responde constantemente a esos detalles que poco a poco van pintando un cuadro más impresionista, pero pavoroso.  El espacio del apartamento se hace cada vez más indefinido, con distancia que se distorsionan, espacios tenebrosos, con las cortinas cerradas que ahogan toda posibilidad de escapar o al menos de voltear la mirada. Es imposible no ser testigo de ese proceso de degradación que está acompañado por la descomposición misma, en carne, la putrefacción en términos reales, pero también en el quicio mental. Es un lugar que se convierte en ruinas a punta de tics violentos de Carol y en su imposibilidad de seguir sosteniendo los deberes esclavistas que resultan necesarios para que cualquiera pueda mantenerse en pie. 

La actuación de Catherine Deneuve tiene la capacidad de exagerar en la representación de la caída de Carol por este pozo profundo. Apenas con algunos detalles específicos, consigue elaborar un retrato agudo, de una mujer contenida pero que puede ser brutal en la convulsión que la colma de monstruosidad desde la misma posición de víctima. Por supuesto, también desde este punto tan inicial en la obra de Polanski, se presenta el humor negro que se haría característico de su observación del mundo, con una mirada a fin de cuentas crítica sobre una deshumanización que subyace en el fondo de un mundo que ya se percibía individualista, a pesar de los impulsos colectivistas característicos de los años sesenta.


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