jueves, 13 de junio de 2024

La Alemania enajenada de ‘La pasión de un rey’ y la locura del poder por Luchino Visconti


Los intereses profundos de Luchino Visconti en el arte clásico no nacieron precisamente con el cine, en donde sus orígenes están mucho más arraigados al Neorrealismo. Previamente tuvo una carrera notable en el teatro, de grandes producciones, en donde adaptó una buena cantidad de ocasiones las obras clásicas del drama europeo, desde la antigüedad hasta la modernidad. En el cine, su etapa más inmediata después del Neorrealismo estuvo marcada por aquel auge autoral en el que retomó este interés y creo toda una referencia en la observación extendida de Europa, en el repaso histórico que abarcaba siglos para explicarse apenas la Segunda Guerra Mundial, apenas emergiendo del humo de las bombas. La “trilogía alemana” es el ejemplo paradigmático de ese extraordinario aporte. En el cierre, se confirma muy especialmente esta idea de personalizar la caída misma de Alemania en los personajes protagónicos de cada película. En ‘La pasión de un rey’ (1973), Visconti cuenta la historia de Ludwig, el rey Luis II de Baviera, uno de los más célebres monarcas europeos caídos en los abismos de la locura, mecenas de Richard Wagner, derrochador extremo, absoluto hedonista y trágicamente el líder de Baviera en la guerra austro-prusiana. 

Visconti emprende una larga cuesta abajo hacia los abismos. De la mano nuevamente de la interpretación también abismal de Helmut Berger, tal vez el más impresionante de sus fetiches. Para emprender esa caída, Visconti planta a Ludwig en la cima a su personaje. Altivo, caprichoso y decidido al amor, a la pasión por el arte, por la vida y por el placer en cualquiera de sus formas. En los encuentros con la Elisabeth de Austria (Romy Schneider de nuevo interpretando a la legendaria Sissi de Marischka), expone sus ansiedades, sus tensiones, hasta que se aburre en los requerimientos formales de los reyes para establecer vínculos que le den solidez a las dinastías. La admiración por la belleza de Elisabeth nunca es suficiente para reencaminar sus pasos en la formalidad que todos sus cercanos quisieran. Es la pasión del mecenazgo en la música, con valores espirituales legítimos por la belleza misma del arte, poco a poco van convenciendo al monarca en un partidario de las pasiones, de las emociones: un camino en el que finalmente irá descubriendo su homosexualidad, la naturaleza de sus pulsiones, la verdad detrás de su postura, de su interminable satisfacción con el lujo, con el boato interminable de su vida diaria. Cada vez más distante de las responsabilidades de su posición como líder político y militar en medio de la guerra, en donde no está el placer, en donde todo es oscuridad, límites, márgenes, una racionalidad castrante en lo esencial. Y entonces Ludwig va naufragando, como Gustav en la atracción incontrolable hacia la muerte en Venecia, como el Barón von Essenbeck derrotado por las disputas en ‘La caída de los Dioses’. Una caída hasta el derrumbe, hasta el fondo, hasta el fango, atravesando detalladamente toda la degradación, más allá de la muerte, hasta que no queda nada más, hasta que todo se termina, hasta que el tiempo se agota para siempre, en la carne que se pudre, el color que se pierde para siempre, hasta el punto en el cual lo único que queda es limpiar de nuevo el terreno para volver a sembrar una semilla que probablemente nunca va a poder deshacerse de su propia sangre, de su herencia envenenada. 

El desentrañamiento de Alemania que hace Visconti en esta trilogía se da cuando apenas aquel país podía, dos décadas después, levantar la vista y mirar hacia atrás, después del avasallamiento moral y humano que implicó la Segunda Guerra Mundial. Desde el territorio mismo de la cultura europea, pareciera ser que Luchino Visconti nos dice que el abismo más horroroso no está instalado enfrente, sino adentro de la humanidad.  


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