El cierre de la trilogía de Sissi, de Ernst Marishka, que lanzaría definitivamente al mundo del cine europeo a la inolvidable Romy Schneider, se dio con ‘Sissi y su destino’ (1957), en donde se relatan los acontecimientos que plantaron en toda una plataforma histórica hacia el futuro a la histórica emperatriz Isabel de Austria. Marishka nos comparte el trance final de Sissi por una serie de adversidades que finalmente parecieran estar dispuestas para medir su capacidad de enfrentarse a los retos de encabezar un imperio junto a su esposo Franz. Sissi (Romy Schneider) está fuera de Viena, en territorio húngaro, en donde también reina, lanzada muy decididamente a aquel territorio natural, idílico y silvestre del que parece siempre sentir un llamado especial, como quien necesita de su escenario para reencontrarse y comprenderse a sí misma. Sin embargo, para aquella niña desprendida inesperadamente su entorno familiar, lo que aparece son los avatares propios de la adultez. Las dudas, las penas, los miedos e incluso la corazonada de un sino trágico. Todo esto como un camino agreste que hay que cruzar para hacerse de una piel más áspera para todo lo que está por venir.
En el proceso completo de la trilogía, ‘Sissi y su destino’ (1957), Sissi se va encerrando progresivamente en las gigantescas habitaciones de sus palacios y mansiones. Para esta tercera película, como si notara ese acuartelamiento melancólico que la va delimitando, decide escapar. Todo esto se percibe en las locaciones mismas de la película, que se concentra progresivamente en los foros, en donde se encuentra lo suficiente para ver más compungida y preciosa cara de Sissi. Todo empieza con un incidente mítico con los gitanos en los campos de Hungría, en donde la magia de las mujeres la tocan y le infunden el mal pero también la fuerza para purificarse de cara al mundo que le espera en medio de las asperezas de una nobleza violenta en las pasiones y en donde se disputará el poder con muy pocos escrúpulos, en medio de la hipocresía de las formas aprendidas. Así se borra constantemente la sonrisa de Sissi que parecía inquebrantable. Por dentro hay un proceso que apenas se insinúa y que se representa trágicamente en los síntomas de una enfermedad aguda que le recuerda en los momentos en los cuales la alegría parece rescatarla.
El punto en el que nos deja ‘Sissi y su destino’ precisamente plantea en el horizonte todo un camino por recorrer. Después de atravesar el pantano de la adaptación a un mundo profundamente hostil, Sissi da los primeros pasos adentrándose a la adultez misma, dejando atrás toda una piel para vestirse realmente de emperatriz; cubriéndose de una soberanía que le ha conseguido el carácter necesario para comprender la maldad, la mentira, la enfermedad, la ambición y la muerte. Reconocer la existencia de ese mundo es lo que parece destruirla por dentro para entonces reconstruirse asumiendo su propia condición humana, que es necesaria para sentarse en el trono y tomar el poder con las manos. Dieciséis años después del cierre de la trilogía de Sissi de Marishka, Romy Schneider, en los años setenta, en la cumbre de su carrera y bajo la dirección del legendario Luchino Visconti, en ‘La pasión de un rey’ (‘Ludwig’, 1973), en medio de otra trilogía (la alemana de Visconti), volvió a darle su presencia a la legendaria emperatriz austrohúngara, permitiéndonos un vistazo a lo que fue aquel destino de Sissi en el que nos encaminó Marishka, y entonces, en la conversación espontánea con Ludwig, el rey de Baviera, le comparte sus ansiedades, tensiones y hartazgos con las formalidades de la corte. Con una amargura impensada para aquella niña que saltaba libre por los campos austriacos.
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