El cine social, arraigado en las profundidades del carácter documental, incisivo en el realismo y mayoritariamente en la densidad de las grandes ciudades, ha sido un tópico recurrente en Latinoamérica, y México sin duda no ha sido la excepción. En ese sentido, ‘Los olvidados’ (1950), el clásico paradigmático de Luis Buñuel, es una referencia imprescindible para comprender el asunto estructural relativo a la laceración social del cual emerge todo esto que podría considerarse con argumentos como un espacio temático latinoamericano. En México, además de ‘Los olvidados’, la generación de autores de los años setenta y ochenta, entre los cuales se puede mencionar especialmente a Felipe Cazals y Jorge Fons, dieron cuenta en varias películas de esta transversalidad en la sociedad. En el caso de Cazals con la llamada “trilogía de la violencia” y en el de Fons con películas como ‘Los cachorros’ (1973) y ‘Rojo amanecer’ (1989). En el despertar del siglo XXI, Maryse Sistach instaló otra de esas secuencias de obras, en forma de trilogía, que dan cuenta de la inmensa violencia que se sufre sin pausa en medio de la marginación, muy específicamente en el caso de las mujeres. Este caso se da fundamentalmente en la primera entrega de la “trilogía de la crueldad” de Sistach, ‘Perfume de violetas’ (2001), que cuenta la tragedia de Yessica (Ximena Ayala), una adolescente en el fondo de la marginación, quien entra a una nueva escuela secundaria y conoce a Miriam (Nancy Gutiérrez), quien se convierte en la única persona de todo su entorno con la que puede compartir algo de afecto. Sin embargo, las inmensas adversidades estructurales poco a poco van envenenando su dicha hasta llevar a las dos jóvenes a un fondo de tal crueldad que es casi insospechado.
Sistach utiliza a sus personajes para trazar todo un mapa urbano de la marginación. En ese trazo está la escuela, la casa, el transporte urbano, la calle, y ahí emergen personajes como las madres, los compañeros, las compañeras, los amigotes, las amigas. Es un mundo completamente anárquico, sin patrones, con escaleras, rejas, callejones, oscuridades, bullicio, cemento y colores lavados. Un hábitat agreste, polvoso, lleno de filos, de dientes, de amenazas, de riesgos, especialmente para las jóvenes, quienes parecen estar en la necesidad permanente de sacudirse de lo público para refugiarse en la privacidad compartida, que es el único lugar donde el se puede sentir la calma, el silencio, aunque sea imposible mantenerlo por su propia condición de marginación, de una segregación profundamente violenta. Yessica esencialmente es una niña, en una fase infantil en la cual todavía es presa de la fascinación de la observación, de la percepción, del contacto con el mundo. Sin embargo, en el aire propio de este escenario se respira un aire venenoso, colmado de un odio profundo, de una violencia en la que la supervivencia se contamina por una ambición incisiva. Ahí es donde potencialmente surge el robo, la violación, la muerte, el dolor, el crimen, en el caldo de cultivo de una sociedad olvidada, que está determinada en un estado de vigilancia, de precaución, de una crueldad que se da naturalmente en ese terreno fértil.
‘Perfume de violetas’ no se desprende del todo de un melodrama televisivo del cual debe desprenderse no porque ese melodrama no sea digno o significativo, sino que instalada en la tragedia la película es capaz de penetrar unas aristas extraordinarias, y cada uno de los detalles de la imagen, esa pausa sobre las reacciones propias de las emociones intensas, se convierte entonces en un instante memorable, que abre la perspectiva de par en par con respecto a la intensidad de un dolor que fácilmente enloquecería a cualquiera.
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