jueves, 5 de septiembre de 2024

La Europa inmanente de ‘Epidemic’ y el proceso creativo de Lars von Trier


En la algidez de la transición de los años ochenta a los años noventa en Europa, que representó especialmente, más que en cualquier otro lugar del mundo, el paso de la Guerra Fría a la globalización, Lars von Trier lanzó la segunda parte de su “trilogía europea” con ‘Epidemic’ (1987), en la que trasladó muchas de las inquietudes y búsquedas de ‘El elemento del crimen’ (1984) al terreno de la creación específica de la ficción. En ‘Epidemic’, Trier se centra muy especialmente en la escritura de la ficción en el cine, en la elaboración a dos cabezas, a cuatro manos, de un guion cinematográfico entre el mismo Lars von Trier y Niels Vørsel, representándose a sí mismos, en la búsqueda de una historia de terror para presentarle a un productor. Ese proceso está vinculado profundamente con la exploración del thriller en ‘El elemento del crimen’ y precisamente ahí se traza todo un mapa en el cual pueden verse las señas particulares de una Europa que nuevamente estaba de frente a una transformación. 

‘Epidemic’ parte de un mundo verificable, fácil de identificar. De una modernidad ya casi globalizada para ese entonces. Trier utiliza un grano extraordinario en la emulsión de su película, de tal forma que la imagen constantemente se percibe como impresiones, como manchas que poco a poco nos van trasladando a un proceso creativo que se fundamenta muy especialmente en un proceso intelectual. Rápidamente, la película entra con naturalidad en el terreno de la ficción (con el mismo Lars von Trier encarnando a su personaje en otro nivel de la ficción: el Doctor Mesmer), en donde empieza a desplegarse un mundo antiguo, como si se tratara de una disección de la Europa moderna para buscar la Europa profunda, aquella que está en las entrañas, de una naturaleza inmanente. En la historia que está en el corazón de ‘Epidemic’, Trier y Vørsel exploran y vigilan las incidencias de una epidemia de carácter desconocido que se complica extraordinariamente. Poco a poco, esas incidencias se trasladan al mundo real, en el siguiente nivel arriba de esta ficción, y es imposible no trazar un vínculo más con la realidad apabullante de la pandemia en el que todavía se percibe como nuestro presente. Este cruce en los escenarios siempre se percibe, especialmente en el cine de Trier, como una transición en los estados de percepción, en la naturaleza misma de la existencia del ser humano. 

En tiempos en los cuales la discusión sobre la realidad es más vigente de lo que cualquiera hubiera imaginado, esta película representa el surgimiento de Trier como aquel autor que era capaz de cruzar con absoluta naturalidad el terreno de la percepción, con áreas muy diversas. Que era capaz de hacer resonar siglos del arte europeo en un presente que se siente especialmente vigente, con una extraordinaria perspectiva para que de esta forma pueda comprenderse el tiempo mismo desde la mirada extensa de la naturaleza humana. Es una propiedad que tienen solamente los mitos y esa profundidad instaló a Trier en el escalón de directores, como Pasolini, Fassbinder, Tarkovsky u Ozu, que eran capaces de excavar en las profundidades de su propia cultura para levantar toda una escultura con una gran cantidad de perspectivas, para apreciar no solamente esa cultura, sino además para crear todo un espacio en el cual se reflexiona sobre la condición humana. Desde este punto de vista, esa conversación entre la realidad y la ficción es sin duda alguna la conversación entre la razón y el ser. Entre dos tiempos que siempre se concilian y que no pueden expresarse siempre tan armónicamente, no solo en el cine, sino en general en el arte. 


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