jueves, 25 de julio de 2024

El western vanguardista de ‘Los colonos’ y la revisión histórica de Felipe Gálvez


El western suele ser considerado el género estadounidense por excelencia. Aquel mito fundacional en el que Estados Unidos se cuenta su propio origen como potencia, como territorio gigantesco controlado por un discurso hegemónico en el que predomina una nueva casta. No es una consideración muy distante a la de cualquier otro mito en cualquier civilización predominante. En cualquier imperio. Pero lo esencial del western no es su construcción política en sí, sino el marco extraordinario que representa para la comprensión del mundo, precisamente como lo hacen lo mitos. Hasta no distanciarse de esa mirada sesgada del cine como herramienta de control de Estados Unidos, no se pueden ver con claridad sus extraordinarios alcances. El desierto, escenario natural del western y evocación constante del aislamiento que inunda a los personajes de melancolía, puede replicarse en muchos espacios de Latinoamérica, con una inmensa diversidad de aislamientos, incluidos la selva, el bosque, la montaña y también el desierto. Así se da fácilmente en el Cono Sur, con interminables extensiones que, por cierto, fueron colonizadas a sangre y fuego. Justo hacia esa dirección se mueve el western ‘Los colonos’, de Felipe Gálvez, que cuenta el travesía de un grupo conformado por el soldado británico Alexander MacLennan (Mark Stanley), Bill (Benjamin Westfall), un mercenario gringo, y Segundo (Camilo Arancibia), un mestizo tirador experto, enviados por el colonizador José Menéndez (Alfredo Castro) para abrirle camino a su ganado. Poco a poco, para Segundo, el mestizo, se va revelando el carácter genocida del viaje que pretende tomarse las tierras de los indígenas nativos. 

Recientemente, el chileno Théo Court se había situado en ese escenario del colonialismo más avasallador en Chile con su extraordinaria ‘Blanco en blanco’ (2019), en donde también respira el poder omnipotente de ese implacable señor feudal (también encarnado de espíritu por Alfredo Castro). Pero sin duda la tradición en la revisión de esa historia fundacional es mucho más antigua, y está anclada a esa gran triada del cine chileno conformada por Alejandro Jodorowsky, Raúl Ruiz y Patricio Guzmán. Jodorowsky desarmó el western como nadie con ‘El Topo’ (1970), haciéndolo directamente todo un viaje iniciático. Ruiz penetró con intensidad las crueldades racistas y devastadoras del colonialismo en ‘El vientre de la ballena’ (1982), especialmente desde la dominación lingüística. En cuanto a Patricio Guzmán, buena parte de su trilogía de de la memoria repara en ese campo arrasado en las inmensas extensiones en dirección al Polo Sur. Sobre esa gigantesca plataforma referencial, Gálvez toma con ‘Los colonos’ la decisión de respirar más pausadamente, reparando en los silencios, en las miradas, en las distancias. Con las estaciones características de la epopeya y de la road movie, crea un espacio casi teatral, atravesado por la luna, por la inmensidad, por el fuego, por la niebla, y progresivamente el camino se va haciendo más brutal, más criminal, más decididamente genocida. Así también se va volviendo más relevante la convulsión emocional de Segundo al encontrarse inmerso en el horror, desde el lado de los agentes de ese horror. Desde el lado de los asesinos. El peso insoportable de la conciencia crece al mismo tiempo que el tiempo se va transformando en la película, mientras el dolor se va transformando en cicatrices que poco a poco irán siendo revisadas por los investigadores de las precursoras Comisiones de la Verdad, que se hicieron necesarias a lo largo del continente para rescatar cantidades abrumadoras de verdad dolorosa que lavó con sangre la tierra. Al final de ‘Los colonos’, queda la sensación palpable de que en las miradas pervive la muerte, el trauma interminable del que solo quedará registro en las imágenes de esos rostros que resguardan almas laceradas eternamente. 


jueves, 18 de julio de 2024

El Mick Travis destruido de ‘Britannia Hospital’ y la farsa política de Lindsay Anderson


Tras una larga pausa de casi diez años en el cine, transitada por algún trabajo en la televisión, el legendario Lindsay Anderson cerraría la histórica trilogía de Mick Travis con ‘Britannia Hospital’ (1982), ya en los terrenos de una Gran Bretaña dominada por la mano fundamentalmente fascista de la líder conservadora Margaret Thatcher. Mick Travis había sido forjado en el fuego contracultural de los años sesenta, en las calderas del rígido internado de ‘If…’ y después atravesando con furia y euforia simultáneas el campo traviesa de ‘O Lucky Man’. Es el mismo viaje de todo un impulso vital, que en el fondo cargaba el trauma de la Segunda Guerra Mundial y el espíritu extensamente político de auténtica revolución, en cada espacio de la existencia. Las amplias raíces políticas y filosóficas de Inglaterra en la historia de la lucha de clases y el mundo obrero iban a aterrizar en el régimen neoliberal estricto de los “tories”, en la represión extendida de ‘La Dama de Hierro’, en ese liberalismo legitimado ampliamente para ser fascista. En ‘Britannia Hospital’, ese es el escenario conceptual: el del espacio público, de los servicios públicos, que es dominado por el crimen institucionalizado, por los negocios despiadados, por las élites podridas que se enquistan y avasallan la estructura social, el ecosistema natural que se ha creado entre humanos.  En el Hospital Britania, alegoría de la misma Inglaterra, los trabajadores están en huelga por la admisión de un dictador africano como paciente VIP, mientras que está por inaugurarse una nueva ala del hospital, con la visita de la mismísima reina. En ese escenario de caos, Mick Travis (Malcolm McDowell), un periodista independiente, se filtra en el hospital para investigar los siniestros experimentos del Profesor Millar (Graham Crowden), el corazón de todo un sistema criminal. 

Lindsay Anderson hace uso de la naturaleza sociopolítica de la ciencia ficción para elaborar, por la vía de la farsa, de amplia tradición en Gran Bretaña, para construir un mundo delirante, en el cual que se trazan los paisajes de una tragedia extendida, de una deshumanización violenta. Mientras que las autoridades institucionales se esfuerzan obsesivamente por mantener en pie las formas de la realeza, mientras que los manifestantes se radicalizan y se agolpan en torno a este espacio que va siendo cada vez más dominado por la represión. A diferencia de las dos anteriores películas de la trilogía, Mick Travis se distancia aquí del protagonismo para convertirse en un agente solitario, que apunta a la esencia, a las profundidades simbólicas, en medio del asunto político de la represión a la huelga: el horror sistemático, fundamentalmente criminal, como un aparato de devastación completa. Probablemente, la combinación inmediata entre la ciencia ficción y la farsa no es del todo afortunada, especialmente por su tendencia a la ocurrencia en el sketch. Sin embargo, el punto que señala el mismísimo Mick Travis resulta ser todo un manifiesto si se considera las circunstancia mismas de la película, las del sistema nervioso central de una forma de vivir que está más cerca de ser una forma de morir. Una obligación de morir de aquella manera. Ahí queda como el registro fehaciente de una advertencia, o tal vez apenas de un grito no del todo articulado sobre una visión terrible. 

El viaje de Mick Travis a lo largo de quince años es el viaje de una generación con sueños aplastados, de una alienación inevitable, que a pesar de haber terminado en tanto despedazamiento, la nostalgia de la utopía es imperecedera y resiste con base en efectos constatables, que se pueden distinguir porque terminaron por crear una conciencia que no se puede dormir nunca. 

jueves, 11 de julio de 2024

El Mick Travis capitalista de ‘O Lucky Man!’ y el viaje de negocios de Lindsay Anderson


Los cineastas surgidos de las vanguardias europeas en el despegar de la segunda mitad del siglo XX no solamente hicieron de esos movimientos las escuelas que los convirtieron en artistas, sino todo un espacio de pensamiento, de reflexión extensa sobre el cine, el arte y el mundo. En el Free Cinema, derivado después en la Nueva Ola Británica, este proceso se dio consistentemente, sobre una insatisfacción furiosa que constantemente desembocaba en un espíritu esencialmente revolucionario, de reconstrucción completa de los estamentos que habían constituido una sociedad fundamentalmente conservadora. Precisamente en ‘If…’ (1968), ese flujo salvaje del Free Cinema y la Nueva Ola Británica se consolidó y finalmente floreció con tal energía que se convirtió en el inicio de otra trilogía de viaje iniciático para un personaje mítico y fundacional: Mick Travis, quien encarnaba al ser humano que se sacudía esplendoroso en medio de las ataduras múltiples de la realidad. En ‘O Lucky Man’ (1973), Mick Travis se ha insertado como obrero raso en una planta de producción de café industrial, en donde sus desempeño y lealtad a la empresa le han valido para convertirse en agente de ventas y emprender toda una campaña de expansión capitalista por toda Inglaterra. En su recorrido, Travis irá descubriendo y al mismo tiempo dejando en evidencia los vicios criminales y devastadores del capitalismo, hasta el punto de la supervivencia misma. 

En una modernidad descarnada que tiene mucho de visionaria para el primer tramo de los años setenta, Anderson lanza a su héroe mítico a un viaje por toda la Isla Británica, que bien podría ser el de un conquistador, con su portafolio, sus maletines y el descubrimiento constante de unos vicios morales extraordinarios, que surgen de una degradación máxima y que podemos apreciar gracias a una farsa siempre potente que en esta región del mundo crece con tanta avidez como si se tratara del trigo. Ese viaje lleva a Mick Travis a la deriva, quien es poseído por la ambición y embriagado por los placeres, mientras cruza los escenarios horrorosos del corporativismo más criminal, de una mafia extendida que cubre todo el escenario como una sombra verdaderamente fascista en las prácticas. Así como Mick Travis es perseguido fieramente por la represión en el modelo institucional de ‘If…’, ahora es perseguido por la paranoia del espionaje en la Guerra Fría o la maquinaria genocida que arrasa el territorio para arar el terreno de horizonte interminable para las multinacionales. La actuación irrepetible de Malcolm McDowell, como un ensayo único, encarna a un personaje distante de la racionalidad, que es arrastrado constantemente por las emociones y los instintos, con la suerte necesaria para apenas salir vivo, pero con la risa y el llanto siempre fáciles en la reacción natural. Para darle aún más la forma a este viaje de antihéroe afortunado, impresiona el fabuloso coro que nos va confrontando con una reflexión política profunda: Alan Price y su banda de rock, que en ensayos caseros van desmenuzando las vicisitudes y las frustraciones derivadas de la vida misma al interior del capitalismo. También cabe además la metaficción, con el mismísimo Lindsay Anderson, con el paso de las décadas convertido en auténtico pilar del cine británico, quien directamente moldea en el casting a su creación, a su personaje, en medio de un caos que pareciera el de antes de la creación del universo. 

Así como el Apu de Ray concentra la esencia milenaria y mística de la historia misma de las sociedades, el Antoine Doinel de Truffaut el dolor el placer de las relaciones humanas y el Robert Tucker de Davies con la marca indeleble del pasado traumático, Mick Travis (Alexander de Large en el delirio kubrickiano) encarna al ser humano moderno, el que está condenado al alambre de púas de un fascismo que se disfraza de liberal. 


jueves, 4 de julio de 2024

El Mick Travis subversivo de ‘If...’ y la guerrilla poética de Lindsay Anderson


A punto de alcanzar la década de los sesenta en Gran Bretaña, con una expansión imparable de Hollywood sobre los hombros de la cultura anglo, un grupo de jóvenes artistas: el checo Karel Reisz, la italiana Lorenza Mazzetti, Tony Richardson y Lindsay Anderson, con la inspiración y el impulso de los escritores del movimiento de los “Angry Young Men”, proclamaron el Free Cinema formalmente con un manifiesto en 1956. Este movimiento inicialmente documentalista derivaría en la llamada Nueva Ola Británica, nombrada así por su paralelismo con la Nueva Ola Francesa. Aquel movimiento especialmente contestatario, crítico de todo lo que podría considerarse institucional, transformador e incisivo en el lenguaje, resistente frente a los esquemas de las clases media y alta, heredero de la profunda ideología marxista y obrera de Inglaterra. La culminación de esa escalada emocionante y frenética se podría considerar con todos los argumentos con ‘If...’ (1968), de Lindsay Anderson, que a su vez también sería el inicio de la saga biográfica de Mick Travis: un planteamiento de estilo de vida que bien podría establecerse como paralelo con el Antoine Doinel de Truffaut. La legendaria encarnación de este personaje por parte de Malcolm McDowell bien podría permitir que la ‘Naranja Mecánica’ (1971), de Kubrick, bien podría entrar en la esfera de Travis, por el espíritu crítico y contestatario y probablemente en otro estado de percepción. Mick Travis, el hijo furioso del Robert Tucker, el mítico héroe trágico de Terence Davies, también da en la rigidez del internado escolar sus primeros pasos en la toma de conciencia y en la rebelión. 

En ‘If’, Anderson utiliza la escuela para, desde esa posición, construir completamente el mapa de la institucionalidad, de todos los órganos de control social, de las figuras de autoridad, de la castración extendida de cualquier impulso auténticamente de libertad. Mick Travis, sobre ese fondo, entra al escenario con un agente crítico, que avanza en un rumbo que no está trazado porque él mismo lo va trazando en su deriva sin causa alguna. En los detalles, en la improvisación, en la divagación como elemento de auténtica libertad, como nuevo pensamiento: uno sostenido especialmente en la imaginación, Mick Travis poco a poco va recogiendo a sus apóstoles reconvertidos, que se suman a una pasión incontrolable, que no tiene temor de entrar al terreno de la violencia. De una violencia entendida como un terremoto que va más allá de la devastación del otro, que se circunscribe mucho más a una agitación que tiene sin duda la pretensión de buscar cualquier otro orden. Anderson va vertiendo gradualmente la música y los espacios, antes casi sacrosantos, se van contaminando de una auténtica euforia invasiva, que es capaz de matar, que llega hasta las armas para arrasar con todo. Unas armas recogidad del estamento brutal de la guerra. 

La transición constante entre el blanco y negro y el color se siente como toda una actualización de ese júbilo, de esa incontrolable ansiedad por luchar desnudos, por subirse a la motocicleta y levantar los brazos para que el viento pegue en la cara. El intenso dilema que plantea Anderson es el mismo de la legitimidad de la violencia. Para llegar a las profundidades reales de esa reflexión, hace falta definir ese concepto. Y con una maravillosa provocación, Anderson las rescata de las garras de la corrección política para instalarla en el terreno vital del ímpetu. Como efecto de una indignación que, sobre el vehículo de una alegría extrema, de una poesía eufórica, es capaz de alcanzar las conquistas que requería aquella generación ya madura de la posguerra europea y que siempre necesitaría cualquier generación en la tarea de resistir a la arbitrariedad sistemática.