jueves, 20 de junio de 2024

El experimento del tiempo en '¡Ya México no existirá más!' y la ciudad trascendida de Annalisa D. Quagliata


Cruzar la ciudad como cruzar la historia. El suelo impregnado por la vida de millones; por un tiempo que no ha cesado de dejar marcas, como las vetas que deja un río en la roca. Alguno de esos ríos que se secaron en las profundidades de la Ciudad de México. El experimento de '¡Ya México no existirá más!' (2024), de Annalisa D. Quagliata Blanco, nos instala en medio de la fricción entre la carne y la piedra, como ha sucedido siempre en ese choque violento que ha terminado por tallar los rostros, de horadar las humanidades y de manchar con sangre las inmensas estructuras, como en las pirámides de sacrificio; vehículos en los que la vida convulsiona bajo el sol y la luna. Quagliata construye la experiencia sobre el cimiento de un mundo prehispánico sanguíneo, para sobreponerle una aceleración extraordinaria: la de una hipermodernidad que agobia.

En aquellas vanguardias que abrieron brecha para encontrar nuevos caminos cinematográficos, películas como Berlín: sinfonía de una ciudad (1927), de Walter Ruttman o El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov, hicieron de la exploración de la ciudad un experimento esencial para descubrir una gran potencia del cine, como no la tiene ningún otro arte: la captura de la esencia fidedigna del vivir en el mundo, sobre esa conjugación irrepetible entre imagen,

sonido y movimiento. Desde la multiplicación de los mapas y los símbolos, en un collage intenso (que recuerda el trabajo de Vera Chytilová), hasta los trazos fugaces de las imágenes panorámicas (remembranzas del Koyaanisqatsi, 1982, de Godfrey Reggio) en '¡Ya México no existirá más!', Quagliata nos deposita en los rituales íntimos de las habitaciones, ya sea en la abstracción o en la proyección de una sexualidad vital. La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez, también halló los pasadizos del mito en el sistema circulatorio de México, que se resisten a ese frenesí de la modernidad que aliena el territorio. En la contabilidad de cada episodio, Quagliata inhala en la calle y exhala en la casa, entre lo más público y lo más íntimo, siempre tejiendo un delgado tamiz a través del cual estos mundos se infiltran y se retroalimentan. En la elaboración de la porosidad de esa frontera, aparecen las sobreimpresiones, que expresan tan fielmente en el cine la experiencia de la disociación o de la alternancia de la percepción. Ese viaje también lo ha hecho David Lynch, en Eraserhead (1977), Mulholland Drive (2001) y Inland Empire (2006), en ese recorrido de ida y vuelta entre la conciencia y el subconsciente, que en '¡Ya México no existirá más!' se traza entre lo ritual y lo tribal de una congregación: la de toda una ciudad descomunal, enraizada en un pasado tan histórico como genético. La preparación de la comida, en medio de la poesía de un contraste fotográfico en blanco y negro, acompañada de un sonido que late en la música y en la textura de un mosaico que se expresa sobre una diversidad nacida de la exposición a la vida. La histórica cineasta colombiana Marta Rodríguez, en Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981), también pasó de la dramatización al experimental y de ahí al documental, sobre la montaña más indígena de Colombia, arbitrariamente sometida a lo sistemático, a lo político de una estructura de poder que malhería la vida indígena.

En esta exploración de varias capas del territorio, pareciera natural que emerjan el agua, el viento, la tierra y el fuego como los sustentos en donde finalmente se cohesionan milenios completos de historia. Ahí Quagliata conecta a su mujer desnuda con una sexualidad que la une al territorio. Hiroshi Teshigahara, en La mujer de arena (1964), también convierte los cuerpos en extensiones de lo natural, con pieles que se someten constantemente a la lluvia, a la arena y a una luz que tiene la capacidad de integrar esa materia como parte de una sola vida, de una sola respiración, de un solo encuentro sexual. Así se perciben también las transiciones en la percepción de Henry Spencer en Eraserhead (1977), quien se escapa constantemente de una cotidianidad aplastante para refugiarse en una materia terrosa, llena de deformidades que son vistas fundamentalmente como sagradas. '¡Ya México no existirá más!' se sustenta en toda una cosmovisión prehispánica que no solamente es fértil para el crecimiento de la película, sino como el surco arado de un origen que resiste el paso violento de las ciudades en su agitación perpetua. Ahí en el fondo, la serpiente sigue reptando en el mito, en el sexo, incluso en la ritualidad de la comida, de los tamales en los que el maíz resguarda la carne de los animales. Kaneto Shindô también construyó un camino desde las profundidades hacia el exterior, por la vía de la aparición fantasmagórica, por intermediación de la bruja tradicional Onibaba (1962), una vieja hechicera que funge como médium para matar y conseguir de sus víctimas la vida que la alimenta. Ese ritual persiste para Quagliata, quien pone a girar su película sobre la columna de una mujer que se convulsiona al percibir su esencia, ávida por absorber la materia y la energía circundantes para sobrevivir.

'¡Ya México no existirá más!' aprovecha la conductividad del experimental para representar la experiencia de esa percepción usualmente separada de la conciencia, en disociaciones fílmicas que representan diferentes experiencias sensoriales que coexisten en nuestro paso por el mundo. Las transiciones, las sobreimpresiones, la disociación de imagen y sonido, la animación, la escenificación y el registro documental suman los recursos suficientes para pintar el cuadro cinematográfico completo: la Ciudad de México, esa suma interminable de mantos sobrepuestos que sostienen la existencia compleja de cada ser que la habita. El paso traumático a través de un espacio que ilumina en las convulsiones. Annalisa D. Quagliata Blanco cruza lo contemporáneo con lo antiguo. Enlaza toda la historia; las venas y las arterias de una sociedad en la que suenan carcajadas, gritos, lamentos y rugidos que surgen desde las vísceras. Un escenario en el que lo popular también es lo esencial, con mil caras de la misma herencia permeada en el territorio. En la película, la mirada es más amplia que la de la visión biológica y se extiende a la percepción, no solo al acervo de la conciencia, sino también al de la memoria y al de la imaginación. En la Ciudad de México, esa confabulación puede ser incluso inenarrable porque, más allá de la narrativa, prima la expresión, que es un vehículo infinito.

jueves, 13 de junio de 2024

La Alemania enajenada de ‘La pasión de un rey’ y la locura del poder por Luchino Visconti


Los intereses profundos de Luchino Visconti en el arte clásico no nacieron precisamente con el cine, en donde sus orígenes están mucho más arraigados al Neorrealismo. Previamente tuvo una carrera notable en el teatro, de grandes producciones, en donde adaptó una buena cantidad de ocasiones las obras clásicas del drama europeo, desde la antigüedad hasta la modernidad. En el cine, su etapa más inmediata después del Neorrealismo estuvo marcada por aquel auge autoral en el que retomó este interés y creo toda una referencia en la observación extendida de Europa, en el repaso histórico que abarcaba siglos para explicarse apenas la Segunda Guerra Mundial, apenas emergiendo del humo de las bombas. La “trilogía alemana” es el ejemplo paradigmático de ese extraordinario aporte. En el cierre, se confirma muy especialmente esta idea de personalizar la caída misma de Alemania en los personajes protagónicos de cada película. En ‘La pasión de un rey’ (1973), Visconti cuenta la historia de Ludwig, el rey Luis II de Baviera, uno de los más célebres monarcas europeos caídos en los abismos de la locura, mecenas de Richard Wagner, derrochador extremo, absoluto hedonista y trágicamente el líder de Baviera en la guerra austro-prusiana. 

Visconti emprende una larga cuesta abajo hacia los abismos. De la mano nuevamente de la interpretación también abismal de Helmut Berger, tal vez el más impresionante de sus fetiches. Para emprender esa caída, Visconti planta a Ludwig en la cima a su personaje. Altivo, caprichoso y decidido al amor, a la pasión por el arte, por la vida y por el placer en cualquiera de sus formas. En los encuentros con la Elisabeth de Austria (Romy Schneider de nuevo interpretando a la legendaria Sissi de Marischka), expone sus ansiedades, sus tensiones, hasta que se aburre en los requerimientos formales de los reyes para establecer vínculos que le den solidez a las dinastías. La admiración por la belleza de Elisabeth nunca es suficiente para reencaminar sus pasos en la formalidad que todos sus cercanos quisieran. Es la pasión del mecenazgo en la música, con valores espirituales legítimos por la belleza misma del arte, poco a poco van convenciendo al monarca en un partidario de las pasiones, de las emociones: un camino en el que finalmente irá descubriendo su homosexualidad, la naturaleza de sus pulsiones, la verdad detrás de su postura, de su interminable satisfacción con el lujo, con el boato interminable de su vida diaria. Cada vez más distante de las responsabilidades de su posición como líder político y militar en medio de la guerra, en donde no está el placer, en donde todo es oscuridad, límites, márgenes, una racionalidad castrante en lo esencial. Y entonces Ludwig va naufragando, como Gustav en la atracción incontrolable hacia la muerte en Venecia, como el Barón von Essenbeck derrotado por las disputas en ‘La caída de los Dioses’. Una caída hasta el derrumbe, hasta el fondo, hasta el fango, atravesando detalladamente toda la degradación, más allá de la muerte, hasta que no queda nada más, hasta que todo se termina, hasta que el tiempo se agota para siempre, en la carne que se pudre, el color que se pierde para siempre, hasta el punto en el cual lo único que queda es limpiar de nuevo el terreno para volver a sembrar una semilla que probablemente nunca va a poder deshacerse de su propia sangre, de su herencia envenenada. 

El desentrañamiento de Alemania que hace Visconti en esta trilogía se da cuando apenas aquel país podía, dos décadas después, levantar la vista y mirar hacia atrás, después del avasallamiento moral y humano que implicó la Segunda Guerra Mundial. Desde el territorio mismo de la cultura europea, pareciera ser que Luchino Visconti nos dice que el abismo más horroroso no está instalado enfrente, sino adentro de la humanidad.  


jueves, 6 de junio de 2024

La Alemania agonizante de ‘Muerte en Venecia’ y el ángel de la muerte por Luchino Visconti


En el despliegue extraordinario de Luchino Visconti; en esa expansión esplendorosa de virtudes, con ese arraigo en el clasicismo grecolatino más identificable, tal vez no exista una pieza más sumergida en el misterio que ‘Muerte en Venecia’ (1971), la segunda película de su “trilogía alemana”, basada en la novela homónima del gigantesco Thomas Mann. En la observación transversal de la Alemania de la posguerra, con el ojo clásico y siempre incisivo de Visconti, en la búsqueda de las resonancias de aquellas circunstancias en el tiempo, ‘Muerte en Venecia’ trajo a la modernidad del cine una aportación invaluable desde el clasicismo del arte europeo, cruzando los siglos con la música y el drama. Incluso en la pintura, en la escultura, en la estética, en la búsqueda atormentada de aquella perfección sobrenatural. ‘Muerte en Venecia’ cuenta la historia del compositor alemán Gustav von Aschenbach (con una interpretación pasional y casi estertórea de Dirk Bogarde), quien sufre una depresión profunda y en el retiro al descanso terapéutico en Venecia, en el lujoso Hotel Lido, se encuentra con Tadzio (Björn Andrésen), un efebo polaco que lo obsesiona febrilmente y convierte todas las cuestiones de su arte, su familia y su pasado en un huracán que crece hasta hacerse en la práctica insoportable. Mortal en todos los escenarios.

La forma a la que recurre Visconti es a la que en la cinematografía sería la considerable para las inmensas agitaciones de los mitos grecolatinos. Los acercamientos que de repente enmarcan esa emoción convulsa de Alfred. La percepción de la inquietud interminable de la atracción insoportable, del amor romántico más venenoso. Y del otro lado, la auténtica construcción de una estatua, de un efebo tormentoso encarnado en Tadzio, quien devuelve la mirada con desenfado, en un reto audaz, mientras que en su pequeño grupo social se levanta como un príncipe dominante. En el delirio de su pasión fresca, Gustav es azotado por una obsesión en el que toda su alma se compromete. Su alma como artista, como hombre, como ser humano, incluso como ciudadano. Visconti nos pone a seguirlo en sus derrumbes, en sus incorporaciones, en su caminar sobre la cuerda floja, en el borde del crimen, y por los pequeños resquicios se mete de repente la conciencia, la atención, y entonces Alfred nota que el entorno se derrumba, que la peste avanza y fumiga uno a uno a quienes se atreven a no escapar de ella. Pero las fuerzas flaquean y poco a poco la figura de Tadzio se va perdiendo en el resplandor del horizonte, mientras que Alfred agota los pasos que pueda dar para seguirlo. Ese ángel de la muerte que lo ha llevado hasta su último suspiro. 

El despliegue de Visconti en el arte clásico, en su reflexión extendida sobre la inmensa historia cultural de Alemania, todavía en la deriva del inmenso estigma que cargaron tras la Segunda Guerra, se refiere muy oportunamente a la transición derivada de los años sesenta, en la que también era usual que se explorara en esos pasados extensos para encontrar a fin de cuentas la esencia de los países, de las naciones, como lo es de las personas. Aquel paso del tiempo que lanzaba a Gustav a las garras de la peste tenía la misma cara de aquel que lanzó a Alemania a unos horrores de los cuales partió Visconti en ‘La caída de los dioses’, los de la deshumanización y la tragedia. En ‘Muerte en Venecia’, un amor envenenado, como el de las figuras que se asemejan a la divinidad, lanza a la gloria alemana, la de un artista sublimado, a la caída solitaria en el delirio de la muerte.