jueves, 21 de marzo de 2024

Los Leguineche evasores de ‘Nacional III’ y la travesía cómica de Luis García Berlanga

La pareja de guionistas de García Berlanga y Azcona cerró la importante “trilogía de los Leguineche” con ‘Nacional III’ (1982), en la disección de la idiosincrasia huérfana de la dictadura en España. El cierre configura finalmente todo un mapa como diagnóstico, en un país que estaba de frente a un futuro básicamente inexplorado. La película parte del golpe de Estado militar en el Parlamento el 23 de febrero de 1981, un evento que los Leguineche, nobles en desgracia, siguen con un leve entusiasmo esperando que regrese el régimen que los consintió por décadas. Los Leguineche, padre (Luis Escobar) e hijo (José Luis López Vázquez), viven en un apartamento que luce humilde comparado con el inmenso palacio decadente que nunca pudo rescatar, con los criados más fieles. Están intentando emprender un negocio de meriendas prácticas aprovechando la ocasión del Mundial de fútbol de España en 1982. Entonces, se enteran de la muerte del suegro de Luis José, el príncipe Leguineche, por lo cual emprenden todo un viaje a Extremadura para las honras fúnebres, con la intención de reconquistar a Chus (Amparo Soler Leal), y conseguir una tajada de esa herencia. Todo esto desencadena una serie de eventos que sacan a la luz la máxima mezquindad y los principios cambiantes de este grupo de parásitos que concentran especialmente sus esfuerzos en mantenerse en una comodidad infinita. 

A diferencia de ‘La escopeta nacional’ y de ‘Patrimonio nacional’, ‘Nacional III’ escapa y toma el camino como el de los animales que han perdido su madriguera y son lanzados a la supervivencia. En este caso, la supervivencia de la desidia, de la vida a las anchas, de la vida sin el trabajo, como lo diría unos años antes Don Lope, encarnado por Fernando Rey, en ‘Tristana’, de Luis Buñuel. Hundidos en el fango de la cobardía y la renuncia absoluta frente a la humildad, los Leguineche llegan al punto de traicionar las lealtades que han jurado para afiliarse a una nobleza en la degradación moral. Como refugiados de sus propis vicios, los Leguineche toman el camino, emprenden la carretera, recogiendo lo que pueden, timando, engañando, escondiendo, mintiendo, regodéandose en una miseria permanente. La cámara de García Berlanga se mantiene incisiva, penetrante, manteniendo la mirada sobre los personajes por tramos especialmente largos y caminando con ellos o plantándose desde cierta distancia para capturar un cuadro esperpéntico, en el que los disparates se disparan constantemente, en el escándalo, en el cinismo de los vicios expuestos, de la indecencia misma. 

En este último episodio de la trilogía, García Berlanga desemboca su inmenso movimiento de crítica social en la evasión fiscal, en ese crimen cotidiano que suele quedarse sin castigo, especialmente para una buena parte de la aristocracia. Tras haber hecho una disertación extensa sobre esa aristocracia en decadencia, que representa una buena parte de traumas históricos, en ‘Nacional II’, García Berlanga le suma a ese escenario de liberación impregnada en el aire, un abordaje a los principios y también a la memoria, como señalando en ese horizonte extenso que se despejaba la necesidad de desapegarse de unas auténticas lacras sociales que se hicieron instituciones, y todo esto partiendo de la necesidad de conservar la memoria de forma especial, como un recordatorio que nunca podía descolgarse de la pared, que tenía que estar a la vista siempre para no caer de nuevo en la degradación y poder encaminarse hacia un nuevo destino. En la inmensa cantidad y diversidad de personajes aferrados a la nobleza en la trilogía de los Leguineche, se pinta un paisaje que es como un fresco de las almas en pena. Fantasmas extraviados en un nuevo mundo, pero que se aferran a la esperanza de que la vileza los reviva siempre. 


jueves, 14 de marzo de 2024

Los Leguineche palaciegos de ‘Patrimonio nacional’ y la comedia satírica de Luis García Berlanga


La década de los ochenta, aquella de liberación plena en España, empezó para García Berlanga en su filmografía con ‘Patrimonio nacional’ (1981), la segunda película de la “trilogía de los Leguineche”, después de ‘La escopeta nacional’, apenas tres años antes. La reflexión sobre el franquismo, en el nuevo modelo democrático, eran frecuentes, como las que se pueden dar naturalmente en quien acaba de despertar de una pesadilla. García Berlanga, incisivo siempre en el tejido social, encontraba un escenario propicio para retratar los vestigios cada vez más penosos de un fascismo que se había anquilosado por largas décadas. ‘Patrimonio nacional’ nos traslada a Madrid en la primera primavera posfranquista, cuando el Marqués de Leguineche (Luis Escobar) regresa del exilio autoinflingido a su palacio, con la pretensión de retomar el esplendor de su antigua vida de cortesano. Allí se encuentra con Eugenia, la Condesa de Santagón (Mary Santpere) quien todavía es su esposa oficialmente, a pesar de haberse separado después de tantos años, quien se niega a recibirlos de entrada y apenas accede a una negociación, con la condición de que no pongan pie en la planta en la que ella se encuentra, aferrada a costumbres estrambóticas de una vida que la ha hecho delirante. Poco a poco, los vicios de los Leguineche, tanto del Marqués como de su hijo Luis José (José Luis López Vásquez), van revelando que se encuentran en el mismo nivel de alucionación con respecto a su realidad, sin poder admitir que su palacio, como representación de su realidad, se viene al piso a pedazos. 

García Berlanga filmó esta película en el Palacio de Linares, en estado de abandono por la desocupación durante muchos años. En los vestigios de esa realeza decadente encuentra el eco del franquismo que se entonces acaba de venirse abajo como una estatua derribada por unos tiempos insaciables de libertad en España. Nuevamente, como en ‘La escopeta nacional’, el director nos sumerge en una experiencia auténticamente inmersiva, en la que simultáneamente los brillantes diálogos, escritos con Rafael Azcona, van trazando la silueta de una colección de personajes que se expanden por este espacio interminable como si se tratara de una plaga que se toma este espacio abandonado, como una invasión de cortesanos que se dedican día a día a mantener sus privilegios y comodidades. La sátira es explosiva y el camino hacia la decadencia está lleno de excentricidades impropias de cualquier sentido de la conciencia. 

Alrededor del núcleo oxidado de la familia Leguineche, circulan los estamentos de una sociedad que va más allá del contexto mismo de la dictadura franquista, que son inherentes a todo sistema. Así es como el sacerdote (ese sí muy franquista), los burócratas y los militares revolotean por el lugar como si buscaran picar algo, alimentarse de un poco de aquellas sobras de lo indigno pero materialmente sustancioso. Este recorrido que finalmente también termina siendo histórico es un antecedente importante de ‘El arca rusa’ (2002), de Aleksandr Sokurov. Más de veinte años antes, sin cruzar la frontera del realismo hacia la fantasía, García Berlanga también hizo una disección de las estructuras políticas y sociales en la élite de España. Mientras avanzamos por las habitaciones y pasillos del palacio de los Leguineche, se filtra una luz melancólica, pero al mismo tiempo la vida de los plebeyos transcurre a las afueras, apenas a unos cuantos pasos, y en las palabras, siempre extraordinarias y profundas en la comedia de García Berlanga, se revela una estructura que trasciende los tiempos, que es común simplemente a la sociedad y al sistema político. Fácilmente se acepta conceder una buena parte de la dignidad con tal de que se pueda vivir la comodidad material. Ese bisturí agudo de García Berlanga atravesaba la naturaleza misma, más allá del contexto álgido de su época. 


jueves, 7 de marzo de 2024

Los Leguineche cazadores de ‘La escopeta nacional’ y el campo social de Luis García Berlanga


En la extensa tradición del cine español, no existe otro cineasta tan relevante como Luis García Berlanga, quien concentró por décadas en su cine la voz del pueblo español, atravesando especialmente el franquismo para ponerlo al frente o al fondo en sus amplios paisajes llenos de personajes, de comunidades, de una colectividad que sobrevivía a la barbarie y a ciertas pulsiones individualistas naturales en la supervivencia. Después de una filmografía con títulos emblemáticos de la hispanidad misma, como ‘Bienvenido, Mr. Marshall’ (1953), ‘Calabuch’ (1956) y ‘El verdugo’ (1963), García Berlanga se convirtió en el máximo ejemplo de la capacidad del cine para convertirse en representación cultural de toda una sociedad. A finales de la década de los setenta, sobre la inmensa liberación colectiva del final del franquismo, el cineasta valenciano emprendió la llamada “trilogía de los Leguineche”, centrada en el corazón de una familia de aristócratas, los Leguineche, en el que sus integrantes conservan y sintetizan típicamente los vicios de una élite cómplice a veces y directamente criminal otras veces. La primera película de la saga es ‘La escopeta nacional’ (1978), en la que Jaume Canivell (José Sazatornil) es un fabricante de porteros electrónicos (en México el interfón y en Colombia el citófono), quien se desplaza a Madrid con su secretaria Mercé (Mónica Randall), quien en realidad es su amante, para conseguir compradores en un evento de cacería en la finca ‘Los Tejadillos’, de los Marqueses de Leguineche. Así empezará para Canivell un viaje a la deriva de las aberraciones y lo insólito, en medio de unas exhibiciones de poder que rayan en la obscenidad. 

Como los héroes descendidos al infierno, Canivell es arrastrado a un mundo inasible, que no se puede delimitar, en el que las fronteras de lo real se hacen difusas sin necesidad de cruzar en momento alguno hacia la fantasía. Como Marcello Rubini, en la carne de Marcelo Mastroianni en ‘La Dolce Vita’, Canivell es embriagado por un caos de poder diverso y lleno de banalidad, en donde se discuten los destinos, a fin de cuentas. Rebota de una habitación a otra, como si los agudos diálogos de García Berlanga y Rafael Azcona lo levantaran del piso para lanzarlo por una vía que va a transcurrir siempre errante, entre la depravación, los placeres y un hedonismo que todo lo atraviesa. Como en ‘La regla del juego’, de Jean Renoir, la cacería y la rapiña pasan de ser simplemente una actividad hasta convertirse en un principio, en una esencia vital. En ese círculo privilegiado, con intensas pasiones inmediatas, desde la furia y la violencia hasta la euforia de las risotadas, el poder económico se expande sin que tenga realmente un objetivo, como si hubiera llegado al punto de no tener hacia dónde más explayarse. 

García Berlanga toma la cámara y acompaña a su personaje mientras atraviesa ese campo social en el que realmente no le importa a nadie. En el que apenas es rodeado de palabras y se confronta con las espaldas de quienes busca para hacer realidad su pequeño negocio. Una inversión que probablemente no cueste nada, pero que a nadie se le pega la gana llevar a cabo. Canivell no tiene resquemores ni impedimentos éticos para adaptar todas las veces que sea necesario las mentiras y las poses que se requieran para vender sus aparatos, sus pequeños productos. Sin embargo, esa venta del alma al diablo es inútil porque hay un trasfondo de clasismo y de relaciones de clase que los Leguineche no van a permitir nunca que se resquebrajen para que acceda alguien que no sea de su torre de cristal, que no pertenezca a su casta. Esa caza estructural, referencia de las cazas terroríficas de Franco, trasladan potentemente la tiranía de Franco al espíritu podrido del mismo orden sistémico. 


jueves, 22 de febrero de 2024

El Vietnam patriarcal de ‘El cielo y la tierra’ y el modelo revertido de Oliver Stone


Para 1993, la filmografía de Oliver Stone lo había posicionado como uno de los directores más relevantes del cine de autor en los Estados Unidos. Un reconocimiento que le costó conseguir mucho más que a sus coetáneos. Con el antecedente ineludible de Vietnam, en la historia de aquel Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX y en su propia biografía, Stone debía cerrar su “trilogía sobre Vietnam”, cuyas dos primeras obras tuvieron mucho que ver en su consolidación como cineasta. Este cierre se daría con la película más personal de las tres, aquella en la cual Stone aborda las incidencias más profundas y lacerantes de la travesía por ese pantano de oscuridad y terror. ‘El cielo y la tierra’ (1993), nos pone en el viaje con Le Ly (Hiep Thi Le), una niña vietnamita cuyo tránsito hacia convertirse en una mujer es todo un infierno en el que es víctima de unos y de otros, de todos los implicados en el conflicto y también de quienes hacen parte de ese crisol ardiente que son las guerras internacionales. Cuando encuentra a Steve Butler (Tommy Lee Jones), un infante de marina estadounidense al borde del regreso a su país, pareciera que el panorama de Le Ly está por despejarse. 

La elaboración de Stone se ciñe muy cuidadosamente a las formas representativas de lo extraterritorial en Hollywood, con un exotismo que raya frecuentemente con el racismo, con una discriminación a veces implícita y a veces explícita. Sin embargo, revierte el modelo con su propia protagonista, que para empezar no es el héroe convencional, sino que es una heroína que tampoco luce blanqueada, que está confundida, deambulando tras una supervivencia siempre agónica. Las formas hollywoodenses aquí se convierten en un vehículo de crítica mucho más contundente, primero al maniqueísmo característico de la observación de Estados Unidos sobre aquello que está relacionado con la guerra en términos generales. La confrontación aquí no se da entre bandos opuestos en los que se sitúe Le Ly, sino que ella por si misma es todo un flanco en la construcción dramática, mientras que el entorno completo, desde aquel más crudamente vinculado con la violencia bélica hasta los más estructurales de un mundo patriarcal, en el que una mujer es sacudida constantemente por el machismo directo y la misoginia más extensa de un mundo patriarcal que no la considera, que la arrasa de un lado a otro con la acción y con la inacción. 

Stone conserva las atmósferas viciadas, como de paraíso envenenado, que también se perciben con claridad en ‘Platoon’ y ‘Nacido el 4 de julio’. El modelo casi de mirada publicitaria para parque temático es una máscara que poco a poco se va cuarteando para dejar entrever una cara que normalmente es ocultada, escondida. El voice over parte como si estuviéramos escuchando los altavoces de un parque de atracciones con información básica que escondiera cierta condescendencia, pero pronto deja paso a unos detalles terribles, los de la tortura, los del asesinato, los de la violación, los del saqueo. Le Ly es pequeña, es frágil y necesita protegerse constantemente de una tormenta que se renueva en un nuevo escenario especialmente agobiante y monstruoso. Sin embargo, poco a poco, emergen del pasado de su cultura los principios que le dan fortaleza frente a una terrible adversidad, frente a las explosiones ineludibles de lo terrible. A medida que crece y se va convirtiendo en mujer, con sus hijos a cuestas, quienes pronto son más grandes que ella, los espíritus de su deseo más intenso de independencia y de liberación la mantienen en pie. Stone piensa en su propia madre, en esa fortaleza que ha atestiguado, para expresar la entereza necesaria para cruzar el abismo de Vietnam. 


jueves, 15 de febrero de 2024

El Vietnam permanente de ‘Nacido el 4 de julio’ y las cicatrices internas de Oliver Stone


Oliver Stone no se refería a Vietnam como un asunto aislado, con una mirada subjetiva o con la sensibilidad que puede suscitar un acontecimiento humano como la guerra, especialmente una con tanto fondo cultural y político como la guerra de Vietnam. Stone es un veterano de aquella guerra y en carne propia vivió aquellas atrocidades. No solamente en carne propia, sino en la devastación mental que pasa quien atraviesa por un horror de ese tipo. Con ‘Platoon’ (1986), el cineasta neoyorquino se posicionó en el panorama ya bien sólido del cine de autor estadounidense, y además se posicionó en el discurso cinematográfico sobre Vietnam, uno de los asuntos que derivó en el movimiento antibelicista, uno de los más influyentes de la contracultura de la cual generacionalmente Stone formaba parte. Después de ‘Platoon’ y de ampliar las tesis de su crítica al sistema financiero con ‘Wall Street’ (1987). Para cerrar la década y definir su perspectiva completamente contracorriente con respecto a la década del auge de los blockbusters, Stone lanzó ‘Nacido el cuatro de julio’ (1989), en la cual ahondaba en las serías huellas psiquiátricas y los terribles estragos físicos de la guerra para los veteranos de Vietnam. La película está basada en la historia del veterano Ron Kovic, convertido en activista antiguerra, plasmada en el libro cuyo título toma también la película. Atravesando los años más plenos de su juventud por infierno de Vietnam, Kovic (Tom Cruise) requiere de una catarsis para soportar el trauma insoportable de su propia historia. 

La atmósfera desde la cual parte Stone es la de la tranquila y bucólica Massapequa, en el estado de Nueva York, en donde Ron Kovic cumple diez años de edad en la celebración patria del 4 de julio, como si fuera una premonición con cierta ironía cruel. Es un joven formado con ideas nacionalistas, en la ingenuidad de su edad, en un ámbito de protección familiar y comunitaria, que percibe su ingreso a las filas de Vietnam como marine como si cualquiera tuviera un sueño sobre su futuro. El sueño del astronauta, el del futbolista, el de la bailarina. Stones se esmera en construir este ambiente cálido y poco a poco lo va fusionando con los atardeceres melancólicos, previos o posteriores a la devastación de las batallas sangrientas de Vietnam, hacia donde Kovic se traslada mucho más aceleradamente de lo que el espectador alcanza a tomar conciencia de que apenas un niño es lanzado al fuego. El lapso que abarca la película es lo suficientemente extenso, no solamente para consolidar la empatía necesaria del espectador, sino también para seguir de cerca el proceso de degradación, el campo arrasado en el cual se transforma la humanidad completa de Kovic. En la elaboración práctica de ese proceso, la actuación de Tom Cruise tiene que acogerse a la demanda de una multiplicidad de estados mentales que se expresan constantemente en los estados físicos, con el respaldo puntual de un maquillaje que no va en busca de las transformaciones sino de los rasgos que puntualizan en las cicatrices, en las marcas que solamente expresan la tortura interna y acaban finalmente con aquel niño que empezó la película. 

En relación con ‘Platoon’, ‘Nacido el 4 de julio’ extiende la guerra, en el modelo específico de Vietnam, hacia las profundidades, hacia una memoria tan traumática que no se puede borrar jamás, pero en una mente en la que se libra una nueva batalla que consiste muy especialmente en la toma de conciencia, en el descubrimiento de cuál es la dirección hacia la cual es necesario remar para sacarse de encima la carga, para expiar unas penas con las que no queda otro camino que convivir.  


jueves, 8 de febrero de 2024

El Vietnam territorial de ‘Platoon’ y la zona de guerra de Oliver Stone


Resulta especialmente difícil encontrar en el pensamiento estadounidense una voz decididamente afiliada a las ideas de la izquierda política. Es común que las divergencias se den entre los liberales y los conservadores, pero existe siempre un pacto, tácito o explícito, para defender los principios estructurales de los Estados Unidos. En Hollywood esa particularidad ideológica de adhesión a la izquierda se hace más escasa, lo cual es comprensible teniendo en cuenta los lineamientos que le dan vida a Hollywood como un negocio de expansión económica y cultural. En medio de esa considerable unanimidad de fondo, la voz de Oliver Stone siempre ha resultado llamativa. Stone ha puesto el dedo en el renglón de una amplia variedad de asuntos que han develado una connivencia criminal de Estados Unidos con su propia sociedad y con el mundo. De la generación misma del Nuevo Hollywood, este cineasta neoyorquino ha conseguido construir su filmografía dentro y fuera del cine independiente, sobre temas tratados con profundidad por sus coetáneos o simplemente sobre otros incluso ocultos. Con su “trilogía de Vietnam”, abordando uno de los asuntos esenciales de la contracultura de su generación, Stone logró insertarse en el círculo hollywoodense y poner en el panorama su voz particular. La primera película de la trilogía es ‘Platoon’ (1986), cuenta la historia del paso por la guerra de Chris Taylor (Charlie Sheen), un joven recluta que en su pelotón se encuentra con el poder trascendente de dos superiores equitativamente influyentes: el Sargento Elias (Willem Defoe), humanista y solidario en medio de la violencia más cruda, y el Sargento Barnes (Tom Berenger), torturador, asesino y psicópata. Como un héroe de la antigüedad, Taylor deberá confrontarse con la conmoción profunda de ese Dios y de ese Diablo. 

‘Platoon’ nos pone inmediatamente en el terreno de la guerra, en la circunstancia específica de la guerra, con toda su carga emocional atravesada por la violencia. La inexperiencia de Taylor nos sirve para situarnos pronto en las condiciones específicas, especialmente con respecto a la comunicación entre los soldados y las condiciones geográficas adversas. Taylor es un hombre fuerte, resistente, pero que internamente está completamente en blanco, que es un recipiente vacío para ser colmado de alguna ideología que pueda incluso definirlo hacia el futuro. Los traumas zumban por sus oídos, caen frente a su mirada y el terror, el sobrecogimiento permanente, no es más que el síntoma de una humanidad que se está formando a fuego vivo, con violencia. No es adecuado comparar la observación de Stone sobre Vietnam con la obra suprema de Coppola en ‘Apocalypse Now’ (1979) o con ‘Full Metal Jacket’ (1987), la reflexión bélica de Kubrick sobre el mismo asunto. En la tesitura de las ideas de Stone, ‘Platoon’ se orienta mucho más a la experiencia personal de un soldado raso, sin apelar demasiado a la colectividad o a las grandes épicas. Busca hablar de toda la humanidad con el fundamento de un solo humano. En ese terreno fértil que suele ser la guerra, en ese campo de batalla, también se libra la batalla característica de Stone, que se centra muy especialmente en la denuncia de una deshumanización estructural que parte de inmensos vicios propia de la esencia misma de Estados Unidos. Esa elaboración detallada en la complejidad de la humanidad, impactada profundamente por la vileza y por la nobleza, sin duda reta el maniqueísmo característico de una política estigmatizadora que se incrementó en el relato paranoico de la Guerra Fría. Así es como, con suficientes virtudes en la realización y una dirección de actores precisa, Oliver Stone dejaba entrever por primera vez las consecuencias críticas que implicaban en la humanidad misma las decisiones políticas y económicas de su propio país hacia el mundo. 


jueves, 1 de febrero de 2024

El outsider contemporáneo de ‘Los que se quedan’ y la herencia vanguardista de Alexander Payne


En medio de la arrasadora maquinaria hollywoodense, siempre han brotado los grandes autores, como las flores en el asfalto. En medio del eficiente sistema de géneros, la comedia siempre surtió a la historia del cine de una gran colección de verdaderos artistas que nunca han dejado de observar críticamente a la sociedad estadounidense, en los detalles y en los grandes rasgos, con pequeñas historias humanistas que han sido capaces de formular los problemas estructurales a los que se enfrenta el ser humano confrontando el sistema. Desde los inmigrados Ernst Lubitsch y Billy Wilder, pasando por Hal Ashby y Woody Allen, hasta Alexander Payne, quien ha ido consolidando con el paso del tiempo una filmografía que ha protegido a la figura histórica del outsider para protegerla de las diversas y aceleradas transformaciones de los tiempos. Su más reciente película, ‘Los que se quedan’ (2023), es una buena muestra de su cine y de la herencia vanguardista de la cual se puede considerar es un fiel representante tras sumar títulos como ‘Las confesiones del Sr. Schmidt’ (2002), ‘Entre copas’ (2004) y ‘Nebraska’ (2013), entre otras. En ‘Los que se quedan’, Paul Hunham (Paul Giamatti), un profesor huraño de internado en Massachusetts, y cautivado por su propio conocimiento, es castigado por sus malos tratos a los alumnos, cuidando en el periodo vacacional navideño a los más problemáticos y abandonados. Especialmente tendrá que vérselas con Angus Tully (Dominic Sessa), el más complejo de todos ellos. 

En ‘Lo que nos pasa’, Payne nos arroja a las profundidades del Estados Unidos más teóricamente favorable para vivir. En medio de una inmensa escuela a la que los padres más bien ricos envían a sus hijos para fundamentalmente deshacerse de ellos todo el tiempo que sea posible, a la intimidad acogedora de un maestro ácido para regocijado en las profundidades de su conocimiento sobre las civilizaciones antiguas, en la lectura del mundo, en su pipa, en el calor de su habitación. Pero precisamente la acidez de su misantropía consentida lo someten a la poco envidiable tarea de cuidar a un puñado de jóvenes traumados por el abandono crítico. En ese ambiente de inmensa cabaña en medio de la montaña nevada, se replica tanto el Overlook Hotel de ‘El Resplandor’ o el colegio Howgarts de Harry Potter, en medio de esa tradición especialmente irlandesa del noreste de Estados Unidos. De alguna forma, estas circunstancias socioculturales, que incluye la convulsión entre las décadas de los sesenta y los setenta, crean un vínculo con las disertaciones existenciales del cine escandinavo, que palpita en medio del Estado de bienestar y cierto abandono usual en un mundo en el cual se suele suponer que todo está resuelto. Poco a poco este espacio se va vaciando y solo quedan los solitarios, los viejos outsiders del cine estadounidense, como si hubieran sido pasados por un bastidor que los arrojara a esa soledad compartida. A Hunham no le queda más que encontrarse con el joven Tully y con la lacerada cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), quien ha perdido a su hijo en la guerra de Vietnam, y ocasionalmente Danny (Naheem Garcia), el conserje del lugar. Nuevamente el asunto esencial es la reconfiguración, al menos temporal, para soportar la reclusión invernal, de una familia resignificada, en la que las experiencias compartidas y los pasados diversos dan constantemente perspectivas nuevas, horizontes despejados. Muy acertadamente, Payne no apela a un realismo fantasioso y las consecuencias para sus personajes son especialmente verosímiles. Aún más acertadamente, no pretende nunca acogerse en un melodrama simplón, sino que, sin dejar de ser crítico con gran incisión y profundidad, sus personajes asumen el mundo con la dignidad precisamente de quien se resiste.